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Channel: Daniel González Dueñas
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Puesta en escena

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DGD: Redes 171 (clonografía), 2012


Abro la puerta y salgo a la vida con el nerviosismo del actor que sale al escenario la noche del estreno. ¿Habré memorizado bien las líneas, tendré bien “amarrado” mi papel? Sólo que abro la puerta y salgo al escenario para hacer exactamente lo contrario: olvidar el papel hasta el último detalle, decir todo menos las líneas del libreto. Minuciosamente he aprendido mi papel para tener muy claro qué es lo que no debo hacer ni decir. Mi personaje es la guía negativa, el vaciado, el vacío, el único referente que no usaré. Me amarraré a todo menos a lo que es él. No seré fiel a sus emociones ni creceré como él crece, ni veré lo que él mira, ni reaccionaré a las cosas según la tabla de valores que lo ha construido como un traje a mi medida. Durante años he ensayado el papel para conocerlo tan bien que pueda contradecirlo punto a punto. Cada vez que abro la puerta y salgo a la vida hay una puesta en escena que debo destruir.

*

[Fragmento de novela en proceso.]

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Fragmentario (VII)

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DGD: Redes 168 (clonografía), 2012


Todo es interior

Yourcenar habla en alguna parte de “los árboles del bosque, que vistos desde lejos parecen meterse unos dentro de otros”. Hermosa imagen del pasado: a medida que se aleja, los hechos e imágenes que lo componen se van metiendo unos en otros hasta que no queda sino la gran masa que nos aplasta en el presente. Pero hay más en esa metáfora: “El recuerdo no era más que una mirada posada de cuando en cuando sobre unos seres que se habían interiorizado, pero que no dependían de la memoria para continuar existiendo”. Meterse unos en otros es interiorizarse. En la cercanía del yo las cosas y sucesos se separan y parecen independientes unos de otros. A medida que se alejan del poder radiante del ego, se van metiendo unos en otros, se interiorizan. Nueva prueba (si alguien necesita pruebas) de que todo es interior.

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Amor anónimo

El amor, por ejemplo. Era Alfred Douglas el que no se atrevía a decir un nombre que por otro lado no era un nombre sino una etiqueta. En realidad ningún amor puede decir cómo se llama porque todo amor es la búsqueda de un nombre.

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Intervalos

Hacia el final de El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer, el más fragmentario de los pensadores, advierte: “hay que considerar que mis escritos, por pocos que sean, no se han redactado todos a la vez sino sucesivamente, en el curso de una larga vida y con amplios intervalos; por eso no se puede esperar que todo lo que he dicho sobre un objeto se encuentre también junto en un solo lugar”. No se puede esperar pero se espera, e incluso es considerado un error o una falencia el que un escritor toque el mismo tema en diversos libros, y que no disponga de una sola vez todo lo que piensa al respecto, para comodidad del lector. Se olvida que los intervalos son parte esencial de la reflexión, puentes de silencio, inhalaciones anteriores y necesarias a la exhalación. Por lo demás, en rigor no puede decirse que se tengan “pensamientos”, en plural, sino uno, en singular, que lo abarca todo y es sinónimo del pensador. Bien lo sabía Antonio Porchia: “Todos mis pensamientos son uno solo. Porque no he dejado nunca de pensar”.

Clonografía destapable

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DGD: Textil 37 y Textil 37a (clonografías), 2001


No fue deliberado. Entre los pasos cuatro y cinco (véase la ejemplificación gráfica del proceso de la clonografía en la columna de la derecha, abajo) había una relación exactamente igual a la de una puerta abierta y cerrada. Imposible dar una u otra por definitiva: en este caso la clonografía era la relación entre ambos pasos. Imposible, asimismo, no dar el salto e imaginar que toda imagen es “destapable”, que en cada una hay un pórtico, un umbral, un pasaje perfectamente disimulado pero sujeto a ceder a la mirada buscadora de tapas, de accesos, de inmersiones. Tal vez el primer sentido de la frase mágica “Ábrete, Sésamo” es abrir ese muro en particular, pero tiene un segundo sentido: recordarnos que cualquier muro es o podría ser una entrada. Se rompe así la idea común de las imágenes como fronteras y muros impenetrables, y se desactiva también el ominoso poderío del “No pasarás”. Surge así el gran desafío: la mirada como buscadora de puertas escondidas en un mundo urgente y encarecidamente destapable.

Fragmentario (VIII)

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DGD: Textil 136 (clonografía), 2012

Huida en círculo

El enfebrecido Hazlitt, autor de ese libro tan doloroso llamado Liber amoris, exclama ahí, de pronto: “Puedo ahora entender por qué los locos nunca se quedan en el mismo sitio: se están moviendo sin cesar, ¡para huir de sí mismos!”. Esto es si al menos disponen de libertad, pero aún inmóviles o inmovilizados se siguen moviendo eternamente, perseguidos por sí mismos. Pero huyen en círculos, y cuando se huye en círculos hay un momento en que ya no se sabe quién es el perseguido y quién el perseguidor, cuál el cazador y cuál la presa. Porque el loco huye de la devastación y al mismo tiempo la busca. En eso se parecen a los artistas, a los profetas y a los amantes: huyen de sí mismos horrorizados por lo que son y se persiguen para no dejar de serlo.

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El pensamiento mineral

Qué engañoso es el pensamiento. Se suele tomar en un único nivel esta reflexión de Dostoievski: “El pensamiento de uno, por mezquino que sea, en tanto que está en uno, es siempre más profundo; una vez expresado, es siempre más ridículo y más desleal”. Pero lo que hace aquí Dostoievski es más que quejarse de la fatal limitación del lenguaje, de lo precario de toda expresión. El pensamiento es como los metales que se encuentran en las profundidades de la tierra en estado “puro”; es sólo en ese sentido que, en tanto que están en la tierra, son siempre más profundos. Pero lo humano es sacarlos, depurarlos y decantarlos, con cuidado infinito para que no se corrompan; aislados de su entorno original son, sí, algo ridículos y muy desleales, pero les aguarda otro tipo de pureza (la única asequible al ser humano). Aquella reflexión de Dostoievski no es el carbón sino el diamante: proviene de un pensamiento que ha sido nítidamente expresado: ya no está en Dostoievski, pero está en todos nosotros; ha dejado de ser profundo pero muestra la forma de profundizar; es ridículo pero enseña a intuir lo sublime; es desleal a uno pero leal a todos.

*

Ana Karenina y el realismo

Se clasifica a Tolstoi como el gran realista, y sin duda es una opinión fundada, pero fundada ante todo en la discriminación, que no otra cosa es, en esencia, el realismo. Los partidarios de esta doctrina (a la vez ideología y dogma) rescatan todo lo que hay en Ana Karenina de costumbrismo, de comedia de caracteres, de descripciones y situaciones verosímiles, e incluso de discusiones sobre política agraria, y pasan de largo ante esas menciones que todo realismo contiene casi a su pesar y de las que en secreto depende. El punto de apoyo de toda la novela está en los capítulos II y III de la cuarta parte, en los que Ana y Vronsky revelan haber tenido el mismo sueño, el de un campesino de barbas desgreñadas que hurga en unos sacos como buscando algo y que pronuncia, en francés, unas palabras que en el sueño de Vronsky son incomprensibles pero que Ana sí entiende en el suyo. Obligados a fijarse en esa parte usualmente desatendida, los realistas dirán que los sueños son parte de la realidad y que Tolstoi los incluye para hacer más reales a sus personajes, lo que significa “más realistas”. Pero se trata de algo más que una mención de paso; lo saben aquellos para quienes el realismo no es otra cosa que un esfuerzo estilístico de discriminación, tal como es esa realidad a la que el realismo manipula y reduce con objeto de luego usar la reducción convencional como demostración de que retrata a la vida “tal como es”.

Coda. Resulta fértil asociar esa parte de Ana Karenina con el capítulo 143 de Rayuela en el que un personaje ansiosa y desesperadamente intenta tener el mismo sueño que su pareja, a partir de la pregunta “¿Cómo era posible que la compañía diurna desembocara inevitablemente en ese divorcio, esa soledad inadmisible del soñante?”. Tolstoi representa el caso contrario, en el que el milagro sucede sin que nadie lo busque y casi sin que los protagonistas se den cuenta. Pero lo deja ahí, para que el lector dispuesto se dé cuenta, y —si tiene el valor y la generosidad suficientes— lo use como detonador de todo realismo discriminador, rapiñador de la realidad.


Reflejos en la red

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Alma Muriel y Pedro Armendáriz en Reflejos (1984)


En su página de Internet, el escritor y productor Jesús Brijandez ha “subido” una película que dirigí hace tiempo, Reflejos. Esto implica una especie de “reestreno” en un medio distinto de aquel para el que fue creada, y acaso conviene ofrecer algunos antecedentes.

En un libro-almanaque al que he llamado Alteroscopio por el nombre del aparato óptico que aparece en Reflejos (libro que prepara La Cabra Ediciones), hago una especie de presentación del episodio en los siguientes términos:

“En 1984 recibí el encargo de dirigir uno de los cinco episodios de la película Historias violentas, en la que iban a “debutar” en la industria fílmica mexicana otros tantos directores egresados de escuelas de cine. Los guiones para estos episodios habían sido escritos por el español Pedro F. Miret (1933-1988), discípulo y amigo de Luis Buñuel, a quien Miret dedicó el “libro cinematográfico”. El título mismo de la cinta contenía ya el humor negro característico de los libros de cuentos de Miret (el primero, Esta noche vienen rojos y azules, había aparecido en México en 1958 como edición de autor con una presentación de Buñuel; luego dio a la imprenta Rompecabezas antiguo, Prostíbulos, La zapatería del terror e Insomnes en Tahití), una vena que se contiene también en sus polémicos guiones cinematográficos llevados antes a la pantalla (La puerta, 1968; La hora de los niños, 1969; Nuevo mundo, 1976; Bloody Marlene, 1977; Cananea, 1977).

”En el título Historias violentas estaba también presente la característica misantropía del autor literario, puesto que con ese nombre se trataba de despistar, en cierto modo, al gran público, supuestamente afín a los elementos gruesos como violencia y sexo, y casi obligarlo a hacer una incursión en territorios del surrealismo miretiano (esto causó una general estupefacción en el público masivo, así como una actitud más bien molesta, y casi nunca cómplice, en la crítica).

”Los guiones de los episodios de Historias violentas eran cinco sketches más o menos desarrollados, pero el que se hallaba más en estado de esbozo era el que me tocó dirigir, inicialmente llamado “Pent-house”, puesto que se limitaba a una mera situación y dos personajes: un playboy que invita a su departamento a una muchacha a la que pretende conquistar, con un final “inesperado” y de una ironía más bien burda. Era necesario, pues, buscar una dimensionalidad a estos personajes.

”El espacio escenográfico del pent-house había sido bellamente ambientado por Teresa Pecanins en estilo art déco y ella había colocado varios espejos en angulaciones irregulares; diseñé toda la puesta en escena a partir de este elemento, que no sólo dio al episodio su nombre definitivo, Reflejos, sino que proporcionó una hondura al protagonista: lo imaginé como un hombre que, obsesionado por la mirada, tiene, además de los espejos, una colección de instrumentos y accesorios relacionados con ella: binoculares, microscopios, lupas, linternas mágicas...”

Hasta aquí esta introducción, aunque la historia podría continuar de manera casi indefinida. Historias violentas era parte de esa “tradición de productor” que es el largometraje formado con varios cortos hechos por distintos directores; esta especie de “muestrarios”, cuyas partes o episodios no suelen ser continuos ni guardar mayor relación temática entre sí, tiene ilustres antecedentes en títulos como Boccaccio 70 (1962), L’amour a vingt ans (1962), Historias de Nueva York (1989), Lumière y compañía (1995), Ten Minutes Older: The Trumpet (2002), Chacun son cinéma (2007) u 8 (2008), o, en México, Los bienamados (1965), Amor, amor, amor (1965) o Tú, yo, nosotros (1970). Historias violentas representó a México en la Muestra Internacional de Cine, participó en varios festivales internacionales y, en el complejo contexto del cine mexicano, fue una cinta bastante polémica.

Reflejos está múltiplemente solo en este “reestreno” en la red, y el hecho de que no hay “contexto” es a la vez una desventaja y una virtud. Desventaja porque el espectador —o “visitante”, como se dice en Internet— apenas tiene elementos para “situarse”, lo que, sumado a los ingredientes de insólito o extravagancia del propio episodio, genera una cierta estupefacción. Sin embargo, la falta de contexto es también una virtud, porque a fin de cuentas toda obra debe estar dispuesta a correr ese riesgo y enfrentar nuevos diálogos en completa desnudez (en ese sentido toda obra es siempre un work in progress).

Como Reflejos es el tercer episodio en la cinta, carece de los títulos que inician la película y de los créditos que la cierran. Jesús Brijandez sólo da los nombres de los actores (siempre agradeceré a mis admirados Alma Muriel y Pedro Armendáriz el haber aceptado embarcarse en un proyecto tan sui generis). También ofrece un link a la subpágina dedicada a la película por la más grande base de datos sobre cine en la red, la Internet Movie Database, pero ahí no hay demasiada información. Puesto que en Reflejos se encuentra el depurado trabajo de una gran cantidad de personas, debe al menos ofrecerse una mínima ficha del episodio:

Reflejos
(episodio de la cinta Historias violentas)

Producción: IMCINE / Conacite Dos, México, 1984
Productora ejecutiva: Luz María Rojas Magnon
Gerente de producción: Hugo Green
Argumento: Pedro F. Miret
Guión y dirección: Daniel González Dueñas
Fotografía (35 milímetros, color): Miguel Garzón
Edición: Ángel Camacho y Rodolfo Montenegro
Dirección artística: Teresa Pecanins
Música: Joaquín Gutiérrez Heras
Música electrónica: Antonio Pardo (del grupo Manchuria)
Sonido: Guillermo Carrasco
Sonidos incidentales: Gonzalo Gavira
Efectos especiales: Federico y Jorge Farfán
Efectos electrónicos: Jorge de la Garza
Máscaras y apliques: Antonio Neira
Efectos ópticos: Antonio Muñoz
Staff: Unidad Sacramento del S.T.I.C.-C.T.M. (Estudios América)
Reparto: Pedro Armendáriz (Alejandro), Alma Muriel (la muchacha), Roberto Sosa y Christian Victoria (pareja en la calle)
Duración del episodio: 23 minutos

A todos ellos agradezco el haber sido parte de la aventura (y a Brijandez el hacerla accesible). Puede verse Reflejoshaciendo click aquí.


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Reflejos hacia adentro y hacia afuera

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DGD: Redes 138 (clonografía), 2011


La mitología griega soñó a Argos, un gigante con mil ojos, pero no lo llamó “de los mil ojos”, sino de todos los ojos (Argos Panoptés). Mil es una cifra desbordante: por más grande que Argos fuera, habría que imaginarlo cubierto materialmente de ojos, de pies a cabeza, para completar ese número. Más acorde con la concepción simultánea del mito, es deducir que sus dos ojos equivalían a mil, o mejor dicho, a todos los ojos.

Cuenta Ovidio en Las metamorfosis que Argos era el guardián perfecto, puesto que sus ojos dormían en turnos, de tal manera que en todo momento tenía ojos despiertos. Una vez más puede imaginarse que su ojo derecho dormía mientras el izquierdo vigilaba, y a la inversa. O dicho de otra manera: un ciclo perfecto en el que se alterna la mirada hacia afuera y la mirada hacia adentro.

Romper ese ciclo sagrado fue la estrategia de Hermes para matar a Argos: se disfrazó de pastor y le contó historias aburridas hasta que todos sus ojos cayeron dormidos: todos quedaron mirando hacia adentro. Para honrar a su fiel servidor, Hera ordenó que los ojos de Argos fueran preservados para siempre en las colas de los pavos reales. Esta metáfora acaso se aclara si uno imagina que no sólo ahí fueron preservados, sino también en la bóveda nocturna: cuando se contempla una pluma de pavo real se tiene la impresión de observar algo bello, pero no algo que está activo y despierto (como todo lo bello) y que devuelve la mirada, como sucede cuando uno contempla el cielo estrellado. De ahí el culto por las constelaciones, que son ordenamientos que reflejan afuera las figuras (los arquetipos) que hay adentro del contemplador.

El alteroscopio es una metáfora tanto como lo es Argos, y su vocación es la de convertirse en Panoptés. El protagonista de Reflejos lo define como un aparato para ver de otra manera, pero también podría enunciarse como un medio para contemplar lo Otro. Este hombre sabe que se le ha enseñado a equiparar a su piel con la gran frontera: dentro de ésta queda lo que “es” él; fuera de esa muralla está lo otro, el mundo. Pero ¿qué sucede si a fuerza de mirar lo Otro de otra manera la frontera cae por su propio peso?

Difícil responderlo, puesto que no existen palabras para una experiencia que por otro lado es acaso la más esencial. Lo único que puede aducirse es que con la barrera caen las dicotomías: ya no hay yo y lo otro, adentro y afuera, sueño y vigilia. Verlo todo es serlo todo.
*

[Fragmento de Alteroscopio (Cuaderno de lectura sobre metáfora y visión), de próxima aparición por La Cabra Ediciones.]

[Reflejos puede verse haciendo click aquí.]

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Las máquinas que apresan el agua

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DGD: Textil 82 (clonografía), 2008


1.

Las máquinas que apresan el agua
encierran la luz en bombillas
y se afanan gota a gota
para que la ciudad se deslumbre
y no vea la luz de la noche


2.

No hay una sola forma de la luz
Hay la que cierra los ojos
La que rompe el diapasón
La que huye de la tiniebla
y no es luz sino entre resplandores
Y hay la que busca la negrura
y la rasga a latigazos
porque no es luz sino relámpago
y no existe si no ilumina
en el instante del parpadeo


3.

El ojo es más que luz y oscuridad
es el filo por donde corre
la una hacia la otra
Es la amenaza de caída
a uno u otro lado
es la imagen sin forma
el agua apresada en su rumor
el río que al amanecer se levanta
para envolver la cauda de la noche


4.

Basta verla de cerca
El agua siempre fluye
contra la corriente

*

[De La raíz eléctrica.]

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Metafísica del bolero amoroso (II)

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DGD: Textiles-Serie roja 22 (clonografía), 2009


El bolero “Ya no estás aquí, corazón” (también conocido como  “Historia de un amor”) del puertorriqueño Adalberto Santiago (1937) contiene esta primera estrofa:

Ya no estás más a mi lado, corazón,
en el alma sólo tengo soledad.
Y si ya no puedo verte,
¿por qué Dios me hizo quererte?,
¿para hacerme sufrir más?

Esa es la puntuación más probable cuando se ve la letra escrita, pero el compositor no podía ignorar que para la voz que canta es imposible marcar o entonar los signos de interrogación, de tal manera que el oído colectivo escucha las dos últimas líneas no como pregunta dolorida sino como respuesta iracunda:

porque Dios me hizo quererte
para hacerme sufrir más


En todo caso, el “más” implica toda una visión metafísica y teológica: una divinidad que depara sufrimiento a sus criaturas; el amor aparece como el peor de esos castigos. De nada sirve que la misma voz afirme “Es la historia de un amor / como no hay otra igual”: la cultura popular no ve ahí una excepción sino una regla: si el Creador depara que la vida que ha creado sea ya en sí misma penuria y via crucis, todavía impone —con total deliberación y como si no fuera suficiente el dolor de la existencia— un desgarramiento aún mayor, la experiencia amorosa.

El cambio de interrogación a afirmación resulta apabullante: quien pregunta es siempre un individuo (se individualiza precisamente por plantear un cuestionamiento, por manifestar una duda, y aun cuando afirma sigue preguntando); quien responde es siempre una colectividad (los refranes, adagios, proverbios de la sabiduría colectiva rara vez preguntan, y aún cuando lo hacen están afirmando). El compositor de este bolero escribe los signos interrogativos, pero cuando él mismo canta sus versos, esos signos se pierden y su voz singular se transforma en plural.

Sólo él oye la pregunta: lo que oyen todos los demás es la más antigua y extendida de las certezas. Curiosa y significativamente, no se trata de “universalizar a la excepción” (que es una forma de volver tradición a la ruptura) sino de reconocer, al mismo tiempo, que “no hay otra historia igual”: cada historia amorosa es excepcional, lo que no contradice, sino confirma, el que todas ellas son historias porque implican una tortura. Dicho de otra forma: no habría una graduación de placer a dolor, y ni siquiera de menor a mayor sufrimiento. Sólo habría devastación superlativa, impuesta por la sádica divinidad en una gama infinita de modalidades irrepetibles.

El método estriba en otorgar primero un paraíso:

Fuiste toda la razón de mi existir,
adorarte para mí fue religión.


Luego viene el desgarramiento, es decir el infierno:

Es la historia de un amor
como no hay otra igual,
que me hizo comprender
todo el bien, todo el mal,
que le dio luz a mi vida,
apagándola después.


La línea “Porque Dios me hizo quererte para hacerme sufrir más” puede decirse de otro modo: “Porque Dios me dio la luz (el bien) para luego arrebatármela y hacerme sufrir más”. En un primer nivel, el mal queda definido como el despojo del bien; sin embargo, en un segundo nivel el bien se define como el primer paso de un mal que se impone a sí mismo y cuyo inmenso poderío se erige en comparación con su débil y fugaz contraparte.

La voz que se expresa en este bolero parece decir: “Si Dios no me hubiera hecho quererte, yo no habría sufrido. Me dio una ‘muestra’ del paraíso para que el infierno exista, puesto que el paraíso no deja de existir aun cuando se le maneja en el mero nivel de las ideas (es igualmente poderoso ya como mera añoranza), mientras que el infierno, tratado como idea, se diluye hasta casi desaparecer (sólo mantiene su poder si se le considera como realidad). El paraíso puede existir latente y quieto (como abstracción, idea, promesa), pero el infierno sólo puede existir activo y rugiente (como concreción, vivencia y totalidad). El bien es capaz de cumplirse como nostalgia (idea), pero el mal sólo puede cumplirse como desgarramiento (realidad)”.

Y aún más parece decir: “El paraíso no es otra cosa que una promesa, y sólo es concreto en el instante de la ‘muestra’ o ‘prueba’ que se me da como anzuelo (sólo existe la probadura, la degustación, la catadura, el paladeo, pero no el manjar). La probadura de paraíso no me hace bueno, así como el infierno entendido como advertencia no me hace menos malvado. El mal depende de la degustación de bien que da a cada quien”.

Sin embargo, ¿puede el mal crear al bien? El mal es incapaz de darme siquiera una idea del paraíso, pero puede darme una idea de algo que quede dentro de su dominio, es decir, de algo que parezca un paraíso en comparación con el propio mal. Aquí entra en contradicción, porque únicamente puede darme su presencia, que se supone que es absoluta; la única opción que le queda, pues, es darme una idea de su ausencia.

Sin duda la catadura de paraíso me parece maravillosa no porque eso sea el paraíso (que el mal no puede crear), y ni siquiera una idea del paraíso (que el mal no puede imaginar), sino sencillamente porque es la ausencia de infierno. Lo que el mal me da es un fugaz paladeo de su ausencia: se retira por un instante y me hace probar lo que es un mundo sin mal. Luego me arrebata esa experiencia para que yo, devastado por el sufrimiento de esa doble ausencia (se ha ido el mundo en el que el mal se había ido), no recuerde que el mal no es en sí más que una idea.

Si yo lo recordara, el mal desaparecería de manera permanente. Porque así sea para hacerme sufrir más, el mal me ha probado que puede retirarse del mundo, y que el universo puede prosperar sin mal. Si yo quisiera y supiera cómo, podría fundarme en ese instante sin mal y comunicar este “sin mal” a los demás instantes.

Recapitulando: el mal, lo mismo que el poder imperante, me convence de que equivale a la realidad. Pero esa realidad no es más que una idea. De ahí el evidente miedo que tiene el mal de ser devuelto a su carácter original de idea, porque en ese momento desaparece. Para engancharme me da un paraíso que no puede ser solamente una idea más (porque eso no me convencería); me ofrece, entonces, lo único que puede darme en concreto: una tangible “probadura” de su ausencia. Con ello indirectamente me demuestra que no es consustancial al mundo. Si yo pudiera fijarme en esa experiencia, si lograra encontrar su secreto antes de que el mal regrese para arrebatármela, sabría cómo devolverlo a su carácter de idea y abatirlo de una vez por todas.

Acaso tampoco habría paraísos, pero asimismo habría sido desmantelada la dependencia hacia las ideas. Acaso no otra cosa es el paraíso.



Thoreau: “Sobre el deber de la desobediencia civil” (fragmentos)

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DGD: Textiles-Serie blanca 26 (clonografía), 2010

[En todo tiempo, y no sólo en épocas de elecciones presidenciales, resulta indispensable “Sobre el deber de la desobediencia civil” (“Civil Disobedience”) de Henry David Thoreau (1817-1862). Este ensayo ha tenido una difusión mundial (aunque nunca suficiente) y una influencia decisiva en personajes de la significación de Gandhi o Lanza del Vasto. Apareció por primera vez en mayo de 1849, en el primer (y último) número de la revista Aesthetic Papers, dirigida por Elizabeth Peabody, cuñada de Hawthorne. Henry Miller definió a Thoreau como “lo más raro de encontrar sobre la faz de la tierra: un individuo. Está más cerca de un anarquista que de un demócrata, un comunista o un socialista. De todos modos, no le interesaba la política. Era un tipo de persona que, de haber proliferado, habría provocado la desaparición de los gobiernos, por innecesarios. Esta es, a mi parecer, la mejor clase de hombre que una comunidad puede producir. Y por esto siento hacia Thoreau un respeto y una admiración desmesurados”. Cabe recordar, por lo pronto, estos extractos de “Sobre el deber de la desobediencia civil”.]

Deposita todo tu voto, no sólo una papeleta, sino toda tu influencia. Una minoría no tiene ningún poder mientras se aviene a la voluntad de la mayoría: en ese caso ni siquiera es una minoría.

*

Incluso votar por lo justo es no hacer nada por ello.

*

Lo que importa no es que el comienzo sea pequeño; lo que se hace bien una vez, queda bien hecho para siempre.

*

Deberíamos ser hombres primero y ciudadanos después. 

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Se ha dicho y con razón que una sociedad mercantil no tiene conciencia; pero una sociedad formada por hombres con conciencia es una sociedad con conciencia. La ley nunca hizo a los hombres más justos y, debido al respeto que les infunde, incluso los bienintencionados se convierten a diario en agentes de la injusticia. 

*

Estamos acostumbrados a decir que las masas no están preparadas, pero el progreso es lento porque la minoría no es mejor o más prudente que la mayoría. Lo más importante no es que una mayoría sea tan buena como tú, sino que exista una cierta bondad absoluta en algún sitio para que fermente a toda la masa.

*

Los ricos (y no se trata de comparaciones odiosas) están siempre vendidos a la institución que los hace ricos. Hablando en términos absolutos, a mayor riqueza, menos virtud.

*

Me cuesta menos trabajo desobedecer al Estado, que obedecerlo. Si hiciera esto último, me sentiría menos digno.

*

El Estado nunca se enfrenta voluntariamente con la conciencia intelectual o moral de un hombre sino con su cuerpo, con sus sentidos. No se arma de honradez o de inteligencia sino que recurre a la simple fuerza física.

*

Tan deseoso estoy de ser un buen vecino, como de ser un mal súbdito.
*

Los que más me preocupan son aquellos que se dedican profesionalmente al estudio de estos temas u otros semejantes: los estadistas y legisladores, que se hallan tan plenamente integrados en las instituciones que jamás las pueden contemplar con actitud clara y crítica. Hablan de cambiar a la sociedad, pero no se sienten cómodos fuera de ella.

*

Nos gusta la elocuencia por sí misma y no porque sea portadora de ninguna verdad o porque inspire un cierto heroísmo.

*

[El Estado] no puede ejercer más derecho sobre mi persona y propiedad que el que yo le conceda.

*

Jamás habrá un Estado realmente libre y culto hasta que no reconozca al individuo como un poder superior e independiente, del que se derivan su propio poder y autoridad y lo trate en consecuencia. Me complazco imaginando a un Estado que por fin sea justo con todos los hombres y trate a cada individuo con el respeto de un amigo. Que no juzgue contrario a su propia estabilidad el que haya personas que vivan fuera de él, sin interferir con él ni acogerse a él, sino sólo cumpliendo con sus deberes de vecino y amigo. Un Estado que diera este fruto y permitiera a sus ciudadanos desligarse de él al lograr la madurez, prepararía el camino para otro Estado más perfecto y glorioso aún, al que también imagino a veces, pero todavía no he vislumbrado por ninguna parte.

* * *

Fragmentario (IX)

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DGD: Redes 146 (clonografía), 2012


Humildad y soberbia

No me siento superior a nadie. Esa es mi humildad.

No me siento inferior a nadie. Esa es mi soberbia.

*

Diálogo

—¿Por qué cuando alguien cambia de religión se llama conversión, pero si cambia de ideario político o de disciplina científica es sólo una cuestión de gusto?
            —Quizás es una forma indirecta de probar la existencia del espíritu. La vida del cuerpo es frívola si se compara con la vida del alma. Cambiar de vía espiritual es convertirte; lo demás es sólo cambiar de ideas.
            —Pero a fin de cuentas una cosa o la otra son simples cambios de creencias.
            —Las creencias nunca son simples. Y menos los cambios.
            —¿Por qué es tan importante creer?
            —Creo que no lo sé.
            —Si pudiéramos actuar sin tener que creer primero. Si sólo pudiéramos.

*

Coda extemporánea

Porque eso es lo que hace el poder instituido: convence al individuo de que, porque va a morir, debe aceptar las otras muertes que el poder asocia a la mortalidad física, y que no son, ni mucho menos, tan imponderables como ésa: la muerte del amor, del conocimiento, de la infancia y la adolescencia, de los sueños, de la sed, del deseo... Resultado: el hombre, a la hora de morir, ya no tiene sino esa vida física que entregar, porque desde mucho antes ha ido muriendo en partes, por zonas, por fragmentos, por niveles, desde que en cada memento mori el poder lo ha acostumbrado a ir de renuncia en renuncia.

*

Velar se debe la vida

El escritor y diplomático uruguayo Juan Zorrilla de San Martín (1855-1931) es ante todo recordado por el poema Tabaré (1888), una epopeya indígena americana. Uno de sus hijos, el escultor José Luis Zorrilla de San Martín, en 1921 dirigió la última transformación de la casa familiar en el barrio montevideano de Punta Carretas; en la parte superior de la chimenea del comedor labró el escudo de los Zorrilla de San Martín. En ese escudo figura el lema de esta familia: “Velar se debe la vida de tal suerte que viva quede en la muerte”.

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Más está en ti

En Opus nigrum(1968), Marguerite Yourcenar hace decir a un personaje: “las gentes de mi familia que duermen bajo esas losas llevan una divisa escrita en la almohada: ‘Más está en ti’”. Plus est en vous: es una paráfrasis explosiva de una divisa de san Agustín: Plus est en moi, que para el teólogo afirma a la vez la libertad del hombre y la presencia de Dios en él. El cambio de “en mí” por “en ti” es portentoso: es un abandono de la imagen de aquel que se contempla el ombligo y sueña con ser superior a los demás, por la de un yo que se vuelve espejo y da el salto a la otredad. Sólo si hay más en ti, soy. El más está en ti y soy yo y es el mundo.

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Juventud

Los verdaderos jóvenes, de cualquier edad, se distinguen en una sola cosa: tienen un gran futuro por detrás. Porque hacerse viejo no es tener cada vez menos tiempo, sino un pasado cada vez mayor que decantar (en el sentido alquímico) en un presente mayor sin ataduras.

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Da Vinci: fragmentos

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DGD: Textil 98 (clonografía), 2009


[Extractos de los extractos publicados por Edmundo Solmi en Leonardo da Vinci, Frammenti letterari o filosofici (G. Barbera editore, Florencia, 1900).]


¿Cuál es la cosa que cesaría de existir si se la pudiera definir? El infinito, que sería finito si pudiera ser definido. Porque definir es limitar la cosa definida con otra que la circunscribe en sus extremos, de modo que lo que no tiene términos no puede ser definido.


La parte tiende a reunirse con su todo para huir de su imperfección. El alma desea permanecer unida al cuerpo, porque, sin los instrumentos orgánicos del cuerpo, no puede obrar ni sentir.


La cosa amada atrae al amante como lo sensible al sentido, hasta que se unen en un solo objeto. La obra es lo primero que nace de esa unión. Si la cosa amada es vil, el amante se torna vil. Cuando la unión conviene al que la realiza, resulta para él deleite, placer, satisfacción. Cuando el amante se une a la cosa amada, reposa en ella.


El mal que no me perjudica es como el bien que no me aprovecha.


No reneguemos del pasado.


Las amenazas sólo son armas para el amenazado.


Quien no castiga el mal, ordena que se haga.


Todo nuestro conocimiento nos viene de las sensaciones.


Nuestra mente abandonada a sí misma nos engaña.- No hay cosa que nos engañe más que nuestro juicio.


Como el hierro, por falta de ejercicio, se cubre de herrumbre, y el agua se corrompe o se hiela por la misma causa, así el ingenio, sin ejercicio, se deteriora.


No quiero excluir de estos preceptos un nuevo invento de especulación, que, aunque parezca pequeño y casi risible, es de gran utilidad para encaminar el ingenio hacia varias concepciones. Helo aquí: si observas algún muro lleno de sucias manchas o en el que se destacan piedras de diversas sustancias, y si te propones idear un paisaje, podrás ver ahí, sobre ese muro, las imágenes de distintos países, ornados de montañas, ríos, peñascos, árboles, llanuras, grandes valles y cuellos de múltiples formas; aún podrás ver ahí numerosas figuras de batallas y de rápidas acciones, extraños aspectos de rostros y actitudes, y otras infinitas cosas que podrás integrar en formas de arte. Y te parecerá que, al contemplar sobre el muro tal mezcla de cosas imaginarias, te ocurre lo mismo que cuando oyes un sonido de campanas, y te entretienes en fantasear nombres y vocablos correspondientes a cada toque.


¡Pobre discípulo el que no deja atrás a su maestro!




[Del Bestiario:]


Dragón.- Van enlazados unos con otros formando a manera de zarzas, y pasan los pantanos nadando con la cabeza levantada, en busca de mejor postura. Si no se unieran de ese modo, perecerían ahogados: modelo de concordia.


Tarántula.- La mordedura de la tarántula mantiene al hombre en la disposición de espíritu en que se hallaba cuando fue mordido.


Lumerpa.- Nace en el Asia Menor. Su cuerpo es tan resplandeciente que no proyecta sombra. No pierde su luz después de muerto. Jamás se le caen las plumas, y si una se le arranca, deja ésta de resplandecer.


Pelícano.- Siente un gran amor por sus hijos; si los encuentra en el nido, muertos por una serpiente, se hiere en el corazón y bañándolos en una lluvia de sangre, les devuelve la vida.


Perdiz.- Se convierte de hembra en macho y se olvida de su sexo primitivo; roba entonces por envidia los huevos a las otras aves, pero los pichones siguen a la verdadera madre.


Grulla.- Temiendo que su rey perezca por falta de vigilancia, las grullas lo rodean de noche, sosteniendo una piedra en una garra a fin de que si el sueño las vence, el ruido que haría la piedra al caer las despierte. Amor, temor y reverencia: escribe estas palabras sobre tres piedras de grulla.


*



Da Vinci y Perogrullo: un caso de fonética-ficción

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DGD: Textil 118 (clonografía), 2010

En la parte de sus copiosos cuadernos conocida como Bestiario, Leonardo da Vinci (1452-1519) describe de este modo a la grulla: “Temiendo que su rey perezca por falta de vigilancia, las grullas lo rodean de noche, sosteniendo una piedra en una garra a fin de que si el sueño las vence, el ruido que haría la piedra al caer las despierte. Amor, temor y reverencia: escribe estas palabras sobre tres piedras de grulla”.

Esa última frase resulta misteriosa en extremo. No lo es tanto por la forma (la cuidadosa y documentada traducción al español de Eduardo García de Zúñiga —Espasa-Calpe, 1947— resulta por demás confiable) y tampoco por el contenido (la sobrecogedora invitación a unir al amor, el temor y la reverencia en una sola magnitud usada por la conciencia para disciplinarse y mantenerse despierta), sino por la eufonía, puesto que en la expresión “piedras de grulla” el oído encuentra de inmediato un eco —lejano pero inequívoco— con el célebre nombre de Perogrullo. La pregunta es: ¿existe realmente tal relación, va ésta más allá de la mera similitud sonora?

Sólo la fonética-ficción puede entrever una posible respuesta. Pedro Grullo, Pedrogrullo, Pero Grullo o Perogrullo, nombre de un curioso personaje de la literatura popular (aunque algunos han intentado demostrar su existencia histórica), es el gran decidor de perogrulladas o verdades evidentes y elementales, la más famosa de las cuales es “a la mano cerrada se puede llamar puño”. Cervantes lo menciona en el capítulo LXII de la segunda parte del Quijote(1615) con el título de “profeta”. La misma dignidad irónica le otorga Quevedo en uno de los Sueños (1622), la “Visita de los Chistes”, en donde usa por vez primera la palabra “perogrullada”.

Es perfectamente posible, pues, para la fonética-ficción, remontarse a los cuadernos de Leonardo da Vinci, pero no para llamarlo inventor de Perogrullo. En un documento hallado en Cantabria y que data de 1460, titulado Profecía y cuyo autor usa el seudónimo “Evangelista”, se encuentra el relato de un profeta ermitaño a quien se llama Pero Grillo, es decir Pedro Grillo; las divertidas profecías que éste hace no son sino una acumulación de perogrulladas (“El primer día de enero que vendrá será primero día del año”, “Este día amanecerá al alba”, etcétera). Se trata, pues, de una tradición ya antigua en época del joven Leonardo.

Para la fonética-ficción, el nombre del profeta-ermitaño resurge de manera extraordinaria en la novela Las aventuras de Pinocho (Le avventure di Pinocchio. Storia di un burattino, 1883) de Carlo Collodi, cuyo personaje Grillo-parlante, trasladado al inglés como Jiminy Cricket, llega al español como Pepe Grillo. Este personaje, paziente e filosofo, habla con Pinocchio y lo amonesta, con lo que representa a la conciencia que busca orientar al niño-marioneta hacia las acciones correctas. Este grillo parlante (que bien podría enunciarse como “grillo piedrante”), actúa, pues, en el lenguaje de Leonardo, como la “piedra de grulla” de Pinocchio.

Muy fértil resulta la etimología de grulla; los antiguos griegos se inspiraron en el nombre que daban a este pájaro, géranos, para denominar a una planta cuyo fruto, terminado en un pico alargado, recuerda a la cabeza de una grulla y a la que llamaron geránion (geranio, literalmente “pico de grulla”).

En cuanto al latín grus, no sólo originó grullaen España, sino en Francia grue, que a su vez está íntimamente emparentada con otras tres palabras españolas: grúa (por la semejanza de esta maquinaria con la figura de una grulla), gruyèreo gruyer (que toma nombre de la localidad suiza de Gruyères, cuya heráldica implica una relación con las grullas) y pedigrí (los ingleses acostumbraban colocar en las actas genealógicas de la cría de caballos un signo formado por tres pequeños trazos rectilíneos, muy similar a la huella de la grulla; el nombre de esta marca, del francés pied de grue—“pie de grulla”—, fue deformado por la pronunciación a pedigree).

Al describir a la grulla en lenguaje arquetípico, Leonardo define a la conciencia no como un hecho dado sino como un desafío, y afirma que la necesidad de mantenerla despierta es una verdad elemental. La “piedra de grulla” es algo que nos obliga a mantenernos despiertos, y ello implica estar consciente de la trampa que acecha en lo obvio.

En italiano la palabra grullo, masculino de grulla, se aplica a una persona obtusa, dotada de poca inteligencia; durante siglos, Perogrullo ha sido denigrado como bufón (la Academia de la Lengua define a perogrullada como “Verdad o certeza que, por notoriamente sabida, es necedad o simpleza el decirla”), y el mismo insulto recae sobre todo aquel que se atreve a preguntar por qué la mano cerrada es puño, por qué amanece al alba, por qué el primero de enero comienza el año... Leonardo emprendió una vindicación: Perogrullo no es el que practica la sandez sino el único que se atreve a re-enunciar lo obvio y hacernos ver lo que se oculta ahí.

Es necesario reiterarlo sin cesar: la mentalidad occidental se basa en la noción del tiempo precipitado que no puede perderse, puesto que el tiempo es oro y aquel que no es dedicado a la producción es tiempo perdido. Por ello enunciar lo obvio es ridículo; y a fin de cuentas ya no sólo lo evidente se calla por sabido sino que todo se considera sabido y todo se calla. El mundo ya no se entiende: se sobreentiende.

Oculta en esa casi infinita maraña de sobreentendidos que llamamos cultura acecha toda una filosofía práctica, es decir una ideología que ya nadie pone en palabras porque es obvia. Las “certezas notoriamente sabidas”, las frases hechas, los lugares comunes lo cubren todo, y sólo vale la pena decir aquello que los hace aún más obvios y por tanto menos dignos de ponerse en palabras (ejemplos del cúmulo infinito: el mal es absoluto; el pez grande se come al chico; el dominio, la conquista y la rapiña son endémicas; las clases y castas son realidades; las supremacías son leyes; la devastación es el único destino, etcétera).

Perogrullo es el grillo parlante, el que frota sus alas y rasga el silencio mortuorio de la noche en donde se espera que nadie hable, que todos callen por sabedores y mantengan así el adormecimiento generalizado. El profeta-ermitaño tuvo y tiene el valor de atentar contra esas leyes, dogmas y ordenanzas sobreentendidas; y si llamó puño a la mano cerrada lo hizo como “piedra de grulla”, es decir como ejercicio para develar lo que ocultan los sobreentendidos y enunciarlo para denunciarlo.

El amor, el temor y la reverencia, enseña Perogrullo, nos urgen a convertirlo todo en piedra de grulla: obligarnos a sostener algo que, si sucumbimos al arrullo cotidiano, se suelte y al chocar contra el suelo nos despierte. Una forma de mantener despierta a la conciencia es no dar nada por sentado: enunciar una y mil veces cada sobreentendido si es necesario.

El dictumde Leonardo puede reescribirse así: “Temiendo que su conciencia sea invadida por falta de vigilancia, el grillo piedrante la custodia de tal manera que el amor, el temor y la reverencia lo mantengan despierto”.




Lo que por sabido se calla (I de II)

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DGD: Redes 167 (clonografía), 2012

La vorágine de lo moderno no puede permitirse el lujo de “malgastar la vida” en reflexión continua; nace así el sentido occidental del tiempo como algo que no debe malgastarse y que incluso resulta imprescindible “ahorrar”. Para Occidente es obvio que quien reflexiona, cuestiona o re-enuncia se aísla del flujo de lo real, es decir, pierde el tiempo (lo cual significa, en más de un sentido, que se vuelve “irreal”); unos cuantos individuos —académicos, artistas— tienen una especie de “licencia” para perder el tiempo, pero el “ciudadano común”, el “hombre de la calle”, puede muy bien librarse de la molestia de desglosar, de la necesidad de cuestionar, de la tortura de re-definir. Para que no se “complique la vida”, para que no “malgaste el tiempo”, para que no se “pierda en explicaciones”, la cultura humana se le entrega como algo a lo que no tendrá que entender: bastará que la sobreentienda.

El mundo descansa en una avalancha de sobreentendidos que también pueden llamarse pre-supuestos: lo que se pre-supone, lo que “por sabido se calla”. Un presupuesto contiene a los demás, en una escala que va de lo más simple a lo más complejo; por ello, a medida que se avanza en esa escala resulta más arduo devolver un sobreentendido a sus términos verbales: una vez alcanzado cierto punto, es ya imposible enunciar de vuelta, clara y coherentemente, aquello que “se presupone”.

Ya el propio Thomas Jefferson acuña un término muy significativo en la mismísima Declaración de Independencia norteamericana: self-evident, las verdades incuestionables, aquellas que en sí son elocuentes y no demandan abundancia, interrogación o re-conocimiento. Qué fácil para la mecánica de pre-supuestos bañar con esa “elocuencia” a otras convenciones utilitarias necesitadas no tanto de ser verdad como de eludir los cuestionamientos. Lo cotidiano se baña de evidencias a las que resulta absurdo reformular.

Instantáneo y autosuficiente, el pre-supuesto parece sólo transmitir lo obvio, pero en realidad usa a esa máscara para conducir cúmulos de información nada evidenciable. El poder se basa en un muy particular uso de los términos, que a fin de cuentas fomenta el silencio: se sobreentiende que “no sirve de gran cosa hablar”, porque el barullo atronador ahoga a cada palabra. La frase “Es absurdo enunciar lo obvio” implica que muy pronto resulte absurdo enunciar cualquier cosa. El sobreentendido no “aligera” al pensamiento: lo sustituye.

Los sobreentendidos funcionan por repercusión: unos dentro de otros, los grandes mueven a los pequeños y éstos a los infinitesimales. En las artes narrativas, un solo acto, una sola mirada, entonación o gesto de un personaje realistaimplican una vasta cantidad de informaciones sobreentendidas cuya enunciación escrita —de ser ésta posible— costaría miles de páginas. El poder comienza por monopolizar (hacer inferir) el sentido de orden: la realidad es caótica y por tanto el orden propuesto —impuesto— no equivale sino al “menos convulso de los desórdenes”. Los medios masivos de “comunicación” impactan, conmueven, arrebatan: tras esa avalancha de “evidencias” nadie duda en reconocer el callejón sin salida como habitat natural del hombre. Pero el mundo ¿es obviamente convulso o convulso por evidente?

El dramaturgo Peter Handke busca ese retorno en el brillante monólogo que articula el libreto teatral Kaspar (1967):

Cada objeto que percibes es tanto más simple cuanto más simple sea la frase con la cual puedes describirlo: tal objeto es un objeto en orden, acerca del cual, después de una frase corta y simple, no queda ninguna pregunta qué hacer; un objeto en orden es aquel que se aclara del todo mediante una frase corta y simple; un objeto en orden sólo requiere una frase de tres palabras; está en orden aquel objeto sobre el cual no hay que contar antes una historia. Un objeto en orden ni siquiera requiere una frase: para un objeto en orden basta la palabra que lo nombra. Las historias no empiezan sino con un objeto en desorden. Tú mismo estás en orden cuando ya no necesitas contar historias acerca de ti: estás en orden cuando tu historia ya no se distingue de cualquiera otra historia, cuando ninguna afirmación acerca de ti provoca una negación. No tendrías ya que poderte esconder detrás de frase alguna. La frase acerca de la agujeta de tu zapato y la frase acerca de ti deben ser iguales excepto por una palabra; a fin de cuentas deben ser iguales palabra a palabra.

Los sujetos y objetos en orden no merecen una historia: sobre ellos todo se calla, se sobreentiende. Conviene abundar en este componente intrínseco de la cultura occidental.

Imaginemos que en una charla cotidiana alguien nos dijera “Me lastimé un dedo” y entonces añadiera, con la misma seriedad: “El dedo está en la mano”. Quedaríamos estupefactos porque, a diferencia de la primera frase, la segunda es superflua: no es necesario decir “está en la mano” porque los dedos, en su ordenamiento normal (el orden tan caro a Occidente), estánen la mano. Basta decir “el dedo” para que se sobre-entienda una mano, y para que de inmediato se asocie la “disposición natural” del dedo. Es obvio, se calla por sabido, no hay que decirlo: si el motivo de la frase fuera otro, también se infiere que el autor de ella habría añadido el matiz correspondiente.

Por tanto, la frase “el dedo está en la mano” es repetitiva, ociosa, aun atentatoria (en cuanto arrebata tiempo provechoso para mejores actividades del pensamiento): todos saben que el dedo está en la mano, hay un acuerdo general, un tácito consentimiento al respecto. Si alguien nos dijera esa frase con la misma entonación y matiz que, por ejemplo, “el día está frío” o “la sopa está en la mesa”, lo miraríamos sospechosamente: ¿acaso duda de nuestras más elementales seguridades?, ¿cree que hemos nacido ayer? Esa frase es incluso peligrosa: quien así la pronunciara incurriría en agresión; al fatigar lo evidente, se estaría burlando de nosotros: quedaría fuera de orden (fuera de realidad). Si ese mismo individuo insistiera en tal frase o en otras similares, con ello abriría la puerta a un cúmulo de equívocos celosamente tasados en el orden social y que culminan en la impugnación represiva por antonomasia: locura.

(Esa es la gran impugnación hecha a Perogrullo, que fue convertido en el bufón de la Historia por haber tenido el supremo, casi inconcebible valor no sólo de llamar puño a la mano cerrada sino de re-enunciar todos los sobreentendidos ocultos en las definiciones más automáticas, en los lugares más comunes, en las frases hechas.)

“Me lastimé un dedo” es una historia que, como todas las rupturas al orden, despierta nuestro inmediato interés; en cambio, “El dedo está en la mano” es una pérdida de tiempo, una burla, una agresión. La naturaleza y el universo mismo no tienen historia, excepto cuando lo social, norma civilizada, desorden ordenado, choca con ellos (como bien simboliza Robinson Crusoe). La demencia equivale al máximo desorden: toda historia tiene su clímax en la locura, y en todo caso, cuando al final de ella no se puede restablecer el orden, es la historia misma la que enloquece.

Las más elementales seguridades que todos manejamos son ordenaciones que se afianzan y confirman a través de las historias: todas ellas tejen una sola historia, un monumental relato que se transmite íntegro a cada instante, en cada obviedad, en cada acto de callar lo sabido. Occidente cuenta la única historia de un orden amenazado, roto, que vence a la irrupción y al final se restituye. Sin embargo, lo que cada historia particular restituye no es ese específico orden del que ella partió sino el de la gran historia general: el orden del poder. El aparato de poder define al mundo y da a cada individuo un papel y una historia. Puesto que no nacimos ayer, puesto que no somos ingenuos, únicamente contaremos historias para devolver el mundo al orden, es decir, para silenciarlo, para que vuelva a callar por sabido. La cultura occidental convierte a la realidad en una gran historia realista para que el mundo vuelva al orden y así pueda seguir siendo sobreentendido.

 


*

 

[De Hollywood: la genealogía secreta, Universidad Autónoma de Nuevo León, col. Tiempo Guardado, Monterrey, 2008.]

[Leer Lo que por sabido se calla (II de II).]



Lo que por sabido se calla (II de II)

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DGD: Textiles-Serie negra 34(clonografía), 2012

En la antigüedad, el acto de contar historias tenía como afán supremo hacer recordar a los escuchas la existencia de los otros mundos que hay en este mundo. En la modernidad occidental, las historias (la única historia) sirven para que el escucha sobreentienda que no hay más mundo que lo material, lo visible, lo tangible; que todo se pierde; que la esencia de la materia es la devastación y del hombre la rapiña; que el mal es absoluto. Las infinitas ramificaciones tocan cada aspecto de lo cotidiano. La frase de saludo “¿Cómo estás?” no es sino la demanda de una historia; el interpelado que contesta “Bien”, decepciona a su interlocutor: no tiene historias qué contar; en cierto modo, incluso agrede a su demandante, puesto que éste infiere que aquél no le tiene la suficiente confianza como para contarle sus historias (su historia). El que dice estar bien, se halla en orden... o lo pretende; de ahí que “estar bien”, cuando no resulta una fría fórmula utilitaria, suene a hosca reserva o incluso a fanfarronada. En el marco social nadie está bien, y por una primerísima razón: estarlo —y manifestarlo— equivale a colocarse en el rango de los objetos inanimados, aquellos a los que nada sucede (es el estadio en que “la frase acerca de la agujeta de tu zapato y la frase acerca de ti” terminan por “ser iguales palabra a palabra”).

Contar historias es, en este nivel primario, un acto de poder, la transmisión de una ideología, la imposición de una mentalidad. En el reino del arte narrativo, es el cine el que cuenta las historias más vívidas, más catárticas, y no es gratuito que el más influyente modo de narrar provenga del realismo hollywoodense. No es por otra razón que Hollywood se apresuró a conquistar al cine apenas unos años después de que naciera el séptimo arte y que desde entonces el realismo haya sido, más que un género, una forma de mirar que baña a todos los géneros, subgéneros y estilos, desde el melodrama hasta la comedia, desde la fantasía hasta el documental. Desde 1900, lo que “sucede” en lo cotidiano se traduce, según los términos impuestos por Hollywood, en la “acción”: sucesos reales y acciones ficticias son desorden, rapiña, exégesis del poder, o no son.

A comienzos del siglo XX, el poeta y crítico italiano Riccioto Canudo crea el término séptimo arte y consigue así para el cine un reconocimiento que ni las propias grandes obras ya realizadas habían podido obtener. Una básica condición se revela entonces: el cambio de un nombre no sólo altera la óptica sino lo mirado. El “cinema” deja de ser un “vulgar espectáculo de feria” para convertirse en el séptimo arte. A partir de ese momento se extiende un sobreentendido luminoso: el cine no es una curiosidad pasajera que de vez en cuando arroja imágenes algo interesantes, sino un arte que a veces consiente productos nada perdurables. Se trata quizá del único a priori que no ejerce una rapiña sobre el fenómeno fílmico y sobre la percepción humana. Porque en la mayoría de los casos, la mecánica de los sobreentendidos es tributaria de la misma estrategia que nos ha invisibilizado a las primeras etapas: el nacimiento del cine, las raíces de la humanidad, el origen de cada individuo.

En el transcurso de cualquier diálogo cotidiano, lo dicho es siempre infinitamente menor que lo sobreentendido. Alfred Hitchcock lo establece: “Las cosas ocurren a menudo así en la vida. Las personas no expresan sus pensamientos más profundos, tratan de leer en la mirada de sus interlocutores y, con frecuencia, intercambian palabras triviales mientras intentan adivinar algo profundo y sutil”. La búsqueda de lo profundo y sutil debe darse en un mar de superficialidades y burdezas. Antes de iniciar un diálogo, dos interlocutores sobreentienden ante todo las relaciones (la que guardan entre sí, la de cada uno con la sociedad, con el mundo, con lo real); infieren los puntos de convergencia o divergencia, los modos de decir que evitarán rodeos y malos entendidos; presuponen los territorios ante los cuales no será necesario detenerse o explicarse; dan por sentado que ambos poseen similares definiciones de los temas, objetos y sujetos de los que hablan, etcétera. Al dialogar, estos interlocutores sobreentienden toda su cultura, la “dan por hecha”; se desentienden así de una innegable —e incómoda— certeza: en una forma muy concreta, están haciendo su cultura. Aceptar lo hecho no es sólo renunciar a hacerlo, es también ocultar lo incómodo: ambos interlocutores sobreentienden que pueden hablar porque han aceptado vivir en la sociedad y están dispuestos a pagar el altísimo precio que ello implica (acallar los gritos interiores de alarma, reprimir la vida interior, rechazar cualquier opción por ilusoria). Ese precio se calla por sabido, pero sobre todo se calla para no saberlo, para no recordarlo, para no verse obligado a enfrentarlo.

Cuando el grado de relación es de parentesco, determina con especial fuerza la dirección de las líneas de autoridad; así, un padre o una madre no deben definir su maternidad o paternidad cada vez que hablan con los miembros de su familia o con otras personas ajenas al núcleo familiar; tampoco deben definir la igualdad o desigualdad que existe entre ellos; menos aún deben especificar las condiciones del trato y los millones de matices esperables en uno u otro polo. De igual modo sucede cuando en una película (de cualquier procedencia, puesto que Hollywood se ha extendido al mundo entero) se pronuncian las palabras de relación o parentesco (padre, madre, hijo, hermano, amigo, conocido, desconocido, etcétera); el espectador no esperará que los personajes definan el exacto carácter de esa relación: lo general brota de la mención de la palabra; lo particular, de las actitudes, tonos, posturas de los actores. Sin embargo, dentro de esos básicos sobreentendidos ya va impresa una enorme cantidad de información (leyes, reglas, normas, definiciones de lo posible y lo imposible, lo virtual y lo inamovible...). A partir de los básicos sobreentendidos de relación se acumularán los siguientes; los niveles se irán sumando hasta formar la gran definición del mundo que nadie podría ya enunciar: un mar que brota entero desde cada una de sus gotas siempre y cuando nadie pueda devolverlo a las palabras. Las historias serán la Historia para enmudecer a todos los demás órdenes posibles. Es de este modo que se construye el gran discurso realista hollywoodense, la sabiduría familiar que se hereda sin enunciarse: la genealogía secreta.

La silenciosa mecánica de los sobreentendidos —los millones de certezas inferidas que se manejan día con día— a su vez se sobreentiende como logro de una cultura, sabiduría “de todos”. Cuestionarla es poner en tela de juicio ese logro: si en una obra de arte se tolera pronunciar frases como “el dedo está en la mano” —o si al menos se aceptan durante un momento sin rechazarlas automáticamente— es porque a ellas las baña otro presupuesto: al artista lo define una licencia para “perder el tiempo”, para redundar, para complicarse la vida. Por ello el artista es aquel cuyo exclusivo y “privilegiado” oficio —lo repite la crítica oficial a cada instante— radica en contar historias: es el que sabe diferenciar (así sea por un momento que no deja huella) a los seres de los objetos inanimados. Esa “diferencia” está tan sobreentendida como las demás: se acepta vagamente, sin cuestionamiento: se cree en ella con la misma fe con que se cree (y se crea) una definición global de la realidad en la que es más cómodo aplicar la fe que la incredulidad o la duda. La labor del artista (sobreentendida, es decir no enunciada en parte alguna) es inventar un desorden e invertirlo todo en el reordenamiento, mientras que el resto del universo se sobreentiende.

El gran sobreentendido global “significa” lo mismo para todos porque para todos es imposible enunciarlo; no obstante, los sobreentendidos parciales tienen diferentes “significados” para cada individuo en la medida en que puedan enunciarse. Las diferencias serán la meta porque la meta es la confusión. En muy raras ocasiones, ciertos personajes del realismo hollywoodense se esfuerzan por enunciar lo que han sobreentendido ante determinada circunstancia, y descubren que cada uno interpreta de modo muy distinto un mismo elemento; pero les bastaría seguir esa línea para percatarse de que sus diferencias de interpretación guardan una extraña similitud (la confusión es igual en todos los casos) y que es sólo el principio de un mar de sobreentendidos del que esos personajes dependen. Si uno de estos seres quisiera poner en palabras ese mar, no podría hacerlo sin volver a sus raíces: se vería obligado a reformular su existencia casi desde cero —tendría que cumplir el lugar común y haber nacido ayer.

Eso mismo sucede al espectador en el mundo entero: si examinara a fondo sus puntos de vista más personales, sus más propias opiniones y códigos de valores, se daría cuenta de que la mayor parte de ellos no le pertenecen: los ha inferido. Los narradores profesionales (guionistas, directores, actores) poseen una mayor conciencia de esta mecánica, pero es una mala conciencia que, para evitar conflictos morales y distracciones éticas, los hace concentrarse con redoblado ímpetu en el métier y desentenderse de lo que él implica. En todos los niveles el realismo hollywoodense reclama nuestro acuerdo en el oprobio existencial inevitable, y nuestra tolerancia hacia a la rapiña cotidiana endémica.

Si en Occidente el artista tiene licencia para “perder el tiempo”, el espectador/lector no equivale sino a un individuo que por unos instantes admite la tautología, el despropósito, la innecesaria complicación: no habrá perdido el tiempo si las convenciones de la obra coinciden con las de lo cotidiano —es decir, si son realistas. De otra forma, habrá sido agredido, despertándosele entonces la serie de defensas sobreentendidas para tales ocasiones. Mientras las universidades insisten en que la literatura no se define sino en el exclusivo acto de contar historias, las escuelas de cine afirman una y otra vez a los alumnos que “la fe no se hace con palabras” y que el lenguaje fílmico es fundamentalmente de imágenes. Sin embargo, el siguiente paso que las escuelas no dan es alertar a los futuros literatos y cineastas acerca de los múltiples sobreentendidos que toda palabra y toda imagen no-exorcizadas transmiten. Aunque en el cine se renuncie a la palabra y se muestre en lugar de describirse o explicarse, la imagen hace su propia fe con palabras inferidas, esto es, con base en sobreentendidos que, en efecto, dicen más que mil palabras pronunciadas.

La nouvelle vague del cine francés tuvo el valor de asumir de lleno la arriesgada enseñanza de Perogrullo: se dio cuenta de que a veces resulta preferible emitir un cierto número de palabras deliberadas y conjurantes (en las que se ha graduado, hasta donde ello es posible, la direccionalidad del sentido), que caer ciegamente en las mil rapiñas que contiene cada sobreentendido, involuntaria aceptación de la gran mudez de un mundo inanimado. Si los filmes de Resnais, Godard, Rivette, Rohmer, Truffaut, Malle, son “verbales en exceso” (nunca lo serán tanto como los “modernos productos realistas” hollywoodenses, en los que nadie objeta verborrea), es porque demandan detener la poderosísima salva de informaciones y concepciones espurias por medio de las cuales los aparatos enmudecen a la elocuencia. Porque desde la gran invasión perpetrada por el realismo de Hollywood, ya no basta con mostrar (lo que se muestra no es el mundo sino la estrategia que lo define de muy específicas maneras); caer en las imágenes hechas—que ya son prácticamente todas las imágenes— corresponde a transmitir un monumental cúmulo de información contaminada. En tal contexto, resulta indispensable decir “El dedo está en la mano” para recobrar conscientemente lo que en el principio del cine era una condición de base: la imposibilidad de dar por sentado. La Nueva Ola francesa especifica: hay que cuestionarlo todo, re-enunciar toda obviedad, romper el sobreentendido de que la sintaxis (de palabras o de imágenes) está ya agotada, de que todo está dicho.

Un conjuro tendría que ser tan astuto como la propia Gran Inercia. Quizás un óptimo sistema sería colocar, al término de toda obra “realista”, el texto final de La excepción y la regla (1930) de Bertolt Brecht:

 


Han visto y oído
han visto un hecho ordinario,
un hecho como los que se producen a diario,
y a pesar de todo les rogamos
que bajo lo familiar descubran lo insólito,
bajo lo cotidiano, adivinen lo inexplicable;
ojalá las cosas llamadas habituales los inquieten.
En la regla descubran el abuso,
y en todo lugar en que aparezca el abuso
encuentren el remedio.

 


*

[De Hollywood: la genealogía secreta, Universidad Autónoma de Nuevo León, col. Tiempo Guardado, Monterrey, 2008.]


Sombras

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DGD: Redes 12 (clonografía), 2008

la nube
va soltando sombras
en su camino

modo antiguo
para encontrar
la senda de regreso

pero al final
hay más sombras que nube
y todas ellas
buscan retornar

en un día claro
sólo hay sombras extraviadas


*

[De La raíz eléctrica, Conaculta, col. Práctica Mortal, México, 2006.]



Respuestas a una encuesta literaria (I de II)

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DGD: Textiles-Serie dorada 3 (clonografía), 2001

Encuesta de Karla Janet Velázquez y Roberto Salomo


¿A qué llamamos literatura?
          —Para tener una idea cercana a lo que puede ser la literatura hay que sacarla de los contextos habituales, renunciar a las explicaciones en uso y considerarla como algo enteramente personal, es decir, como un diálogo que el lector establece con el universo a través de la personalidad del escritor. Y en los casos más eminentes, ese diálogo se da a través de la transparencia en la personalidad del escritor. La gran literatura es aquella en que el autor no interpone su personalidad entre los ojos del lector y el mundo (en cuyo caso no vemos más que un ego), sino que la transparenta para permitirnos ver lo que ese escritor mira.

¿Cómo la literatura se relaciona con otras formas de expresión artística?
          —Para mí son indesligables la imagen y la palabra; siempre que hay un exceso de palabras busco imágenes, y siempre que hay imágenes en exceso busco palabras. La interrelación que existe entre las artes que se basan en la palabra y las que se basan en la imagen es la misma que hay entre el yin y el yang: una complementaridad, siempre en busca del sentido integral.

¿En la literatura existe una ambigüedad entre fondo y forma?
          —Depende del nivel en que uno se coloque. Hay distintas interpretaciones en esa discusión interminable: la forma es el fondo; el fondo determina a la forma, o a la inversa; la forma “contiene” al fondo; fondo y forma son cuestiones enteramente separadas una de otra, etcétera. En algunos de estos niveles hay ambigüedad, en otros no la hay. Desde un cierto punto de vista, todas estas posturas no dejan de ser partes de un sublenguaje que se apoya en otros sublenguajes. Como suele suceder en estos casos, esa discusión es manipulada para “demostrar” una u otra cosa dependiendo del nivel en que ese sublenguaje se coloque. Pero desde otro punto de vista no debemos olvidar que esta discusión sobre la dicotomía entre fondo y forma, que nos parece tan moderna, no es sino la forma profana de una discusión intemporal: la dicotomía entre materia y espíritu.

¿Cree usted que la forma determine los derechos de autor?
          —Sin duda, y eso porque la modernidad está sedienta de nuevas “formas” para un puñado de “fondos”. Se sobreentiende que las posibles formas son innumerables, pero que sólo hay un puñado de contenidos. En el capitalismo los derechos de autor son lo mismo que los trademarks y bien se dice que cuando a una obra de arte se pone precio, su valor disminuye drásticamente y a la larga, en cierto sentido, termina por desaparecer. Es legítima la idea del escritor que requiere vivir de su oficio; lo que no es legítimo es el comercio que hace la industria editorial, para la cual uno de los explotados es el propio autor. No debería hablarse de best-sellers, es decir de los productos comerciales que “venden mejor”, sino de best-givers, los que dan mejor, puesto que lo que se vende y compra permanece en el nivel más precario y bajo de la interrelación humana. En cambio, lo único que uno realmente tiene es lo que da. Es el sistema de poder el que convierte al acto de dar (que significa darse) en el acto de vender. Los derechos de autor parten del noble principio de proteger a una autoría, pero en la práctica terminan por convertirla en “propiedad intelectual”, en una marca registrada. Lo que se protege es la forma novedosa que alguien encuentra para los temas y contenidos de siempre, y en última instancia lo único protegido es el sistema capitalista y su ideología de la propiedad privada, para la cual precio y valor son sinónimos, lo mismo que forma y contenido.

¿A que llamamos estilos?
          —A una cierta combinatoria detics y manías, que son lo más reconocible, mientras que otros rasgos distintivos más sutiles permanecen invisibles (o inexistentes, a fuerza de desuso). En su origen, la palabra “estilo” se refiere simplemente a la manera individual de aferrar la pluma: el estilo o estilete era el instrumento de escritura, generalmente una vara alargada y estrecha de la que proviene el bolígrafo moderno. Nótese la simbología: la pluma (el lenguaje) es invariable: lo que varía es la forma de empuñarla, tan irrepetible como los rasgos de un rostro. En la antigüedad se consideraba que empuñar la pluma era aún más contundente que blandir la espada. Ambos instrumentos requerían un largo entrenamiento, como se ve bien en la concepción oriental de las artes del espadachín y del calígrafo. En la actualidad ya no se habla de esa necesaria iniciación: se cree que basta agarrar la pluma para tener automáticamente un “estilo”. Sin embargo, en realidad son muy pocos los escritores (y en general los artistas) que poseen un estilo propio. El estilo es como la voz, pero no la que se “trae” de nacimiento, sino la que se afina, ardua y sutilmente, hasta hacerse en verdad única; es la que logra una tesitura. Por eso se dice “lograr una voz propia”. No basta agarrar la pluma: hay que hacerla propia, hay que apropiarse del lenguaje, y eso sólo se consigue al término de una compleja, intensa e insobornable iniciación.

¿Cómo entiende usted la célebre afirmación de que la literatura emana de las musas?
          —Como un intento de situarse en el nivel metafórico, en este caso referido a una pregunta concreta: ¿de dónde provienen las ideas?, es decir la inspiración. Situados en ese nivel (subrayemos que es metafórico), es también una forma de identificar como sagrado a ese territorio o registro del que proviene toda intuición artística. Debería preocuparnos mucho menos la pregunta, situada en un nivel literal, acerca de dónde emana la literatura, o el arte mismo, que la desacralización del mundo.


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Respuestas a una encuesta literaria (II de II)

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DGD: Textiles-Serie dorada 6 (clonografía), 2009

Encuesta de Karla Janet Velázquez y Roberto Salomo

¿Qué relación hay entre la literatura y el lenguaje social?
          —La respuesta depende de aquello a lo que te refieras con “lenguaje social”. ¿La estructura lingüística de las sociedades humanas, o sencillamente el habla popular? En el primer caso digamos que “puede” haber esa relación. Así como se habla de una literatura hecha de un determinado lenguaje, del mismo modo podría hablarse de una literatura hecha de una ausencia de lenguajes. En el segundo caso, así como hay una literatura que utiliza al habla popular como parte de su riqueza, bien podría haber una literatura que no fuera necesaria y exclusivamente concebida como reflejo de la forma en que “hablan” determinados seres humanos. A partir de esta relación debería postularse una literatura cuya diversidad fuera mayor que la diversidad de cualquier lengua: una literatura en la que hablaran (o callaran) otras posibles formas de existencia universal (y ya no solamente la humana), y a fin de cuentas, en que el hablante fuera el mismo ser.
          Tal vez te preguntes cuál podría ser la utilidad de imaginar cómo sería una literatura no-humana, o incluso si otras formas de existencia consciente tendrían literatura. La ciencia-ficción ha hecho experiencias fascinantes al respecto, y su inmediata —y tremenda— utilidad radica ya en las preguntas que suscita: ¿es la literatura una necesidad exclusivamente humana, en cuyo caso estaría compensando una cierta carencia endémica de la humanidad?, ¿o no se trata de compensar una carencia sino un despojo? O bien, en el otro extremo de esa escala: ¿puede ser vista la literatura, y el arte mismo, como uno de los recursos más depurados de la conciencia —de toda posible forma de conciencia— para acceder a la verdadera otredad?

¿Existe una relación entre literatura y los hechos sociales o sólo es producto de la imaginación?
          —En un sentido muy concreto, toda relación es imaginaria. Existen distintas posibilidades de relación y no necesariamente son excluyentes entre sí. Hablaríamos entonces de matices, aunque la imaginación debería ser el sustento en todos los casos. Por lo pronto, jamás debemos decir “producto de la imaginación” como sinónimo de falso o ilusorio. Todo lo contrario: mientras más diversa y profunda sea nuestra capacidad de imaginar, más profunda y fértil será nuestra realidad.

¿Cómo se gana el prestigio en el arte de escribir?
          —Aquí abordamos el terreno del marketing. El prestigio es repetición, una técnica simple en la que se basa toda la publicidad. Se mide a través de contabilidad: cuántas veces en un día es mencionado un nombre en los medios masivos (tanto de un dentífrico como de un artista). Cuando en una charla cotidiana alguien dice el nombre de un escritor y las demás personas no preguntan “¿Quién?”, ese escritor tiene “prestigio”. Pero eso no significa que lo reconozcan como autor (porque por lo general no lo han leído ni consideran que leerlo sea necesario) sino como autoridad. El medio cultural está construido de esta forma: numerosos son los escritores que buscan más un prestigio (que significa influencia, ascendiente, reputación, crédito) que una calidad literaria, es decir que colocan a la fama y al poder antes que la obra, y lo hacen con fruición aunque no desconocen que esa mecánica deshumaniza y que su único efecto es un arte mecánico y estéril.

¿Qué papel desempeña la literatura en el pensamiento contemporáneo?
          —Casi ninguno. Del mismo modo en que día con día se agravan las diferencias entre las clases sociales, la literatura se vuelve un puñado cada vez más reducido de nombres “célebres” a los que “viste bien” citar sin conocer más de ellos que el fragmento citado. El único papel que realmente desempeña la literatura se da en el pensamiento de las industrias editoriales, que por otro lado no es pensamiento sino estrategia de mercado. Es una pérdida grave, porque la verdadera literatura es una forma de la lucidez que nos ayuda a permanecer en actitud crítica, y a evitar los adormecimientos en la vida personal, familiar y social. Porque el objetivo de la literatura (y del arte todo) es ayudarnos a vivir. Y el primer paso es ayudarnos a apreciar una diferencia esencial: la que existe entre la vida social y la vida.

¿Será posible la construcción de un mundo diferente partiendo de la literatura estética?
          —En todo caso sería un mundo incompleto porque la estética no bastaría: no es lo que se llama una “base sustentable”. Lamentablemente, hoy la estética es entendida como ornamento. La belleza entendida como adorno sólo puede crear un mundo diferente a partir de imponer nuevas apariencias, y eso sucede de modo cotidiano. Si queremos construir un mundo verdaderamente distinto, resulta indispensable colocar, al lado de la estética, a la filosofía (con un acento en la ética), a la mitología (con un acento en el lenguaje arquetípico), a la mística y la metafísica (con un acento en la poesía).

¿Cómo ve usted la relación entre medios audiovisuales y la literatura?
          —Los media son servidores de un aparato de poder que define a la literatura (cuando ese aparato recuerda que ella existe) de una sola manera: lenguaje de lujo, mercancía vistosa. Los medios audiovisuales están al servicio del best-seller intelectual, y la relación entre éste y el gran público nunca ha sido de generosidad ni de solidaridad. En todas partes se nos enseña a vender y comprar; en ningún lado se nos enseña a dar y recibir.

¿Considera usted que hay una muerte eminente de la palabra escrita?
          —Tal vez te refieres a la paranoia ya nada reciente sobre la posible desaparición del libro-objeto para ser sustituido por la informática y las versiones digitales. Esta pregunta se parece a aquella de la muerte del cine cuando apareció la televisión. Hay tecnologías sustitutivas que son como virus letales que “matan” a las predecesoras, como el CD al disco de acetato, pero hay otras que logran sobrevivir, como la radiodifusión o el propio cine, entendidos ya no como tecnologías sino como mentalidades y, mejor aún, como formas intemporales de oír y de ver lo esencial. Lo que se está dando día con día no es la muerte del libro sino la del lector, en el sentido en que el ciudadano común, a fuerza de manipulación y deshumanización, deja de buscar aquello que es la esencia de la palabra escrita: el diálogo interior. Existe un analfabetismo espiritual; cuando éste aumenta, a la vez desciende la calidad de la exigencia existencial de cada individuo; esto es grave porque implica una descomposición en la mentalidad de la época. Por eso es más urgente que nunca asumir la desobediencia civil de la que hablaba Thoreau, a través de la declaración de principios que tan imborrablemente nos legó Tomás Segovia: “Asumir sin falsía mi tiempo implica resistir radicalmente a mi época”.

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Un fragmento de Mirador en una cuerda floja (I de II)

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DGD: Redes 121 (clonografía), 2009
Revuelos

El realismo hollywoodense echa mano de los elementos fantásticos con el primordial propósito de demostrar que no hay nada fantástico en lo real. Esta mecánica se refleja muy bien en Alas de libertad (1984), filme de Alan Parker que narra la historia de dos hombres, amigos entre sí desde la infancia; enviados a la pesadilla de Vietnam, regresan a los Estados Unidos con respectivos traumas físicos y psíquicos. Uno de esos individuos, apodado Birdy (Matthew Modine), ha tenido desde la niñez un profundo amor por las aves y una avasallante necesidad del acto de volar, mismo que identifica con la liberación total. A raíz de una espantosa experiencia en la guerra (presencia un ataque con napalm a una selva poblada por numerosas aves), Birdy cae en un absoluto mutismo y es recluido en un manicomio norteamericano; ahí lo visita su antiguo amigo (Nicolas Cage), convocado por los médicos militares. La “estrategia” de éstos consiste en que, a partir de un diálogo rememorante entre los dos compañeros, el paciente salga de su encierro en sí mismo.

La compleja personalidad de Birdy recuerda al Alan Strang (Peter Firth) de Equus(1977); a través de la noción de vuelo, Parker parece estar a un paso de superar esa trampa estratégica consistente en definir la “normalidad” por medio de la comparación con los “conflictos psicológicos”, lo que implica un tono de advertencia y amenaza ulterior (Equus no es ajena a esa comparación restrictiva que lleva al espectador a calibrar su propia cordura). Sin embargo, el vuelo nunca llega a cobrar el carácter trascendente que enuncia, por ejemplo, el protagonista de Años luz (1981). Si el realizador de esta última película, Alain Tanner, niega en ella un sustento fantástico, es porque rechaza el uso generalizado de lo que se llama fantasía como adorno y puerta de emergencia de lo real.

Sin trascenderse por medio de los elementos fantásticos que convoca, el acto liberador de Birdy cae en la fórmula estratégica correspondiente: la marcada por Juan Salvador Gaviota (libro de Richard Bach —1970— y película de Hal Bartlett —1973—), “aire” de consumo, estandarización de la trascendencia, sustituto mercantil de las búsquedas individuales, nuevo rasero esterilizado. Birdy no llega a cobrar una dimensionalidad mítica: se queda —como Alan Strang— en una especie de perplejidad asexuada que carece tanto de raíz como de frutos. Alas de libertad es otra película que, por apoyar la fantasía en el realismo —y no a la inversa— termina por equipararla a la demencia. No basta el intento de denunciar una rapiña muy concreta y localizable si ese intento no va aunado al atisbo de una mirada no convencional.

Por evitarse el riesgo de “hablar en el desierto”, el filme de Alan Parker no encarna la gran metáfora a que apuntaba; no asumir la aventura hasta el fondo es fomentar el realismo enjaulado: Birdy niega su discurso porque opta por los sobreentendidos. La duda existencial se irracionaliza (nadie deseará estar tan loco como el protagonista, que intenta mirar a las aves con ojos de pájaro). Toda salida, pues, se confirma como imaginaria (volar queda equiparado con huir de sí mismo). Si la realidad es tan inevitable como la guerra de Vietnam —y tan detrítica en orígenes y manifestaciones—, ambas tienen a la locura como única alternativa crítica. Lo real de cada individuo se reduce a una escala: mayor o menor trauma. El gigantesco a priori se cumple: ser es convulsionarse. (Juan Salvador Gaviota vuela por nosotros.) La única posibilidad “real” es aminorar lo más posible el propio trauma —o disimularlo.

Una mitad del realismo siempre implica a su “alternativa”, la diversión. La ininterrumpida avalancha de sobreentendidos cubre la otra mitad—el público— al propiciar dos subliminales: una predisposición negativa hacia lo intelectual (ya que puede ser inhibido por el eficaz y agradable “no complicarse la vida”) y una banalización desde fuera sobre los productos que amenazan con una verdadera práctica de vuelo. Todo realismo será disyuntivo, pero no en el sentido de promover alternativas igualmente válidas, sino —como en el caso de Juan Salvador Gaviota— de tasar el vuelo como “espectáculo” y el no-vuelo como única opción: añorar lo abierto desde el confinamiento (que sólo está abierto a partir de esa “añoranza insalvable”, etcétera).

Un paso más allá de la línea que Birdy no cruza, se coloca Si quieres puedes volar(1986), cinta que relata la amistad entre dos adolescentes, Milly (Lucy Deakins) y Eric (Jay Underwood); este último, autista, tiene por única manifestación vital el deseo de volar. Como la educación de todo niño occidental, la que Milly ha recibido no está basada en lo que se dice sino en lo que se enseña a presuponer; habrá un sobreentendido para toda posible coordenada, y en esta película uno de ellos determina la actitud inicial de Milly: “volar es imposible”. Al inicio del filme esta adolescente se halla en orden: es feliz porquenada le sucede, al igual que a cualquier otro individuo occidental que sobreentiende el mundo. Milly está en orden porque lo calla todo; de modo recíproco, nadie hablará de ella: no en balde se dice que “la felicidad no tiene historia”. Sin embargo, Milly se desordena en cuanto comienza a dudar: desde ese instante tendrá una historia, justamente la de su paulatino y azaroso esfuerzo por romper uno de los miles de sobreentendidos que la sostienen. Mas ese esfuerzo no será “ejemplar” porque, al cruzar la línea y situarse en lo fantástico, la película muestra que los presupuestos sólo pueden romperse “en la imaginación”. En cambio, Birdy sí será tomado en serio por el público porque tal personaje sólo vuela “en su imaginación”. Es a este singularísimo uso hollywoodense de lo imaginativo al que se llama “fantasía”.

Y en efecto, Eric vuela. No obstante, ¿en qué nivel del juego de instancias? Tras un sorpresivo vuelo conjunto (la transparente metáfora erótica que aparece tanto en Supermáncomo en Alice de Woody Allen), Eric deja a Milly en tierra para luego perderse en las alturas, huyendo de las atroces experimentaciones que habrían de practicársele para arrancarle sus secretos “en bien del conocimiento científico”. Un personaje enuncia la moraleja: “quien desea algo verdaderamente, lo logra” (pero ¿qué deseaba el personaje, volar o huir?). Eric “logra” lo que era imposible para Birdy no por impracticable sino por “ingenuo”; Si quieres puedes volar se decide por esto último y vuela no para demostrar que son posibles los milagros, sino imposible aceptarlos.

Volar es ocultar las alternativas y huir cuando no queda más remedio que mostrarlas a la “luz pública” (más oscura que la defensiva e “indispensable” oscuridad del autismo personal). La “fantasía” no culmina la efectividad del discurso, como sucede por ejemplo en la memorable secuencia de las escobas voladoras en Milagro en Milán de Vittorio de Sica (1950): lo vuelve irreal, como ocurre en E.T.: El ExtraTerrestre (1981), en donde hay un “homenaje” de Steven Spielberg a esas imágenes de Milagro en Milán. Pese a ello, hay en Si quieres puedes volar un cierto registro de sensibilidad nunca alcanzada por Spielberg, Parker o Bartlett, un atisbo del verdadero vuelo. Es a este apunte al que el realismo hollywoodense ataca de inmediato, convirtiendo en bisutería tal registro innominable que la cinta toca: el testimonio de una elocuencia luchando por salir a flote pese a todos los esfuerzos estratégicos por mantenerla a ras del suelo, acallada, imposible.

La búsqueda del equilibrio psíquico queda bajo la impugnación del más terrible de los desequilibrios. Es la balanza de Hollywood: ante la disyuntiva de ver Atrapado sin salida (1975) o La novicia rebelde (1965), La decisión de Sophie (1982) o Tootsie (1982), La verdad incómoda (2006) o Transformers(2007), no mediará un escoger entre géneros o estilos —ya que no hay clasificaciones sino clasificadores—, no entre mayor o menor imaginería o entre grados de credibilidad, sino entre realidad y diversión, entre pensamiento —solemnidad— y “vuelo” —distracción.

De hecho, esta mecánica depara a una gran cantidad de filmes la superstición de que el solemne sensacionalismo implica de entrada una gran inteligencia, una elevada propuesta intelectual. Del otro lado queda la comedia de consumo, que establece peripecia desligada del menor asomo de pensamiento (Carrera de locos, 1982; Rat Race, 2001) y con ello exige del espectador una total entrega, ya que tales filmes están “cumpliendo con las estrictas reglas del hacer reír”. (La risa, pues, se sobreentiende como ruptura del pensamiento, antagónica de la reflexión y de la crítica.) Poco titubeo habrá si se tiene que elegir entre volar —caer, ser convicto— y añorar el vuelo desde tierra —aceptar lo imposible, resignarse a las “limitaciones reales”. Menos todavía se dudará entre un “buen rato” (Groundhog Day, 1993) o un rato de sufrimiento (Réquiem por un sueño, 2000), entre ser mordido por la dura realidad (Schindler’s List, 1993) o morder el jugoso fruto del escapismo (The Matrix, 1999).

Y aunque “hay público para todo” —uno de los más truculentos sobreentendidos, en tanto implica a un “todo” que fabrica a su público—, esa totalidad no es menos imaginaria que aquella descripción de la realidad que desde la pantalla nos hace apoyarnos en la mayor de las irrealidades (el realismo cuerdo, eliminador de toda búsqueda que reúna los polos y toque lo intocable) para facultar un sentimiento de pertenencia a la realidad. No se trata de que la “fábrica de sueños” pueda o no manipular lo real, sino de que es perfectamente capaz de manipular la definición misma de la pertenencia.

Qué parte de lo real es el espectador, o en qué medida participa de lo realista, son graduaciones pertenecientes a lo pre-supuesto: no se investigan por obvias. De tal modo, pueden ser influidas porque la vía es dramática. Basta atestiguar el sentido histriónico con que los noticiarios televisivos norteamericanos —y sus múltiples equivalentes en otros países— presentan la realidad histórica, tan solemnemente como lo exige un “espectáculo serio” —pero espectáculo al fin. Queda así descartada cualquiera otra forma de seriedad (postura digna de reconocimiento); el mero hecho de compartir la pantalla chica con otros tipos de espectáculo convierte a todo hecho histórico —o político, social, familiar o individual: todo hecho— en parte del lenguaje “realista”, para el que no hay vuelo posible (trascendencia) en una realidad fatalmente incapaz de volar.

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[Capítulo de la primera parte de Mirador en una cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo / Tradición y ruptura: el conflicto esencial), CONACULTA, Colección Periodismo Cultural, México, 2012.]

[Leer otro fragmento.]



Un fragmento de Mirador en una cuerda floja (II de II) (y cuarto aniversario del blog)

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DGD: Textiles-Serie blanca 34(clonografía), 2012


[Este blog alcanza su cuarto aniversario; gracias a los amigos y colaboradores por su atención y apoyo. (DGD)]


Autenticidad y alienación

En la antigüedad —según recuenta Octavio Paz en Los hijos del limo (1974)—, la tradición era concebida como una magnitud uniforme, inmutable e inmóvil de la que procedían los principios esenciales —identidad, orden, sentido—: una fuente de autenticidad que se manifestaba en la mitología y los ritos; la renovación no consistía sino en la certeza de que los ciclos se repiten y de que, al final del ciclo de ciclos, el único futuro posible es el pasado original (“lo que fue debe seguir siendo”). En cierto modo el cristianismo rompió esta simetría cuando colocó el sentido en el final de los tiempos, es decir en el premio o la condena ulteriores; surgió entonces la alienación y el miedo se generalizó porque había sido refutada la posibilidad del re-comienzo: el tiempo se volvió irreversible pero el cambio siguió siendo negado. (El miedo es un ingrediente esencial en el mayoritario mundo religioso de la modernidad; no resulta excesivo afirmar que no otro origen tiene el inmenso éxito de esa ladera del cine de horror que especula sobre temas bíblicos, apocalípticos y demoniacos.)

En algún punto de la historia, el hombre se hizo consciente de la tradición —o mejor dicho, adquirió respecto a ellaotra forma de la conciencia—; para algunos ese punto se localiza en la Ilustración y ya se anunciaba desde el Renacimiento; para otros, se halla en la Revolución industrial y en el surgimiento del cientificismo y la noción moderna del progreso; ciertos analistas lo identifican como un producto lógico de la expansión del capitalismo; otros más lo atribuyen directamente a las vanguardias del siglo XX con su antecedente en el romanticismo.

En todo caso, con este cambio de paradigma, aquella mentalidad ritual y originaria, cuyo acento estaba en la simultaneidad, sufrió una transformación, puesto que el acento fue movido a la sucesividad, al cambio y al proceso mismos; éstos comenzaron a ser exaltados, en tanto el futuro empezó a ser visto como novedad, originalidad, sorpresa e incluso como base (“nada será como fue y, por tanto, todo es posible”). Desde entonces la única permanencia aceptada es la que existe entre el momento en que se destruye la tradición imperante y se da inicio a la que sigue. En rigor, pues, la palabra “modernidad” ya no puede usarse en singular; si no se emplea en plural es porque cada época quiere ser única debido precisamente a la irrepetible cualidad de su ruptura con lo anterior. Las modernidades, entonces, son fugaces manifestaciones de una actualidad condenada a ser siempre distinta. A la vez, cada modernidad no se distingue únicamente por las novedades que aporta, sino también y sobre todo por la continuidad de la interrupción, la constante crítica al pasado inmediato. Así nace —afirma Paz— la “tradición de la ruptura”.

El “cambio de mentalidad” afectó a todos los territorios y tuvo consecuencias fundamentales a nivel social y político: lo anterior comenzó a ser sobreentendido como esclavitud (sujeción a los ciclos, determinismo) para que lo actual correspondiera no tanto a la libertad como a la liberación, es decir, al acto mismo de deshacerse de un yugo, cualquiera que éste sea. Y aquí sobreviene la primera contradicción, porque el acto de liberarse, al ser heredado y reiterado, deviene esclavitud y yugo en sí mismo: las revoluciones terminan por institucionalizarse. Resulta casi imposible enumerar a cabalidad las consecuencias de asociar tradición con esclavitud y ruptura con liberación; baste con un ejemplo en el territorio cinematográfico. En la época de auge del “cine de autor” —que fue también la de la contracultura—, la tradición era vista como obnubilación, estancamiento y ahogo (esclavitud); en cambio, las décadas posteriores la redefinen como pertenencia, reconocimiento y genealogía (liberación), a la vez que contemplan a la ruptura como exilio autoinferido, olvido ulterior e inútil parricidio. (Esto último es lo que se dice en las escuelas a los nuevos cineastas y a todo novicio en el mundo del arte, pero es también lo que los media repiten a todo novicioen cualquier esfera.)

La ecuación no sólo funciona a nivel social sino, sobre todo, individual, en cuanto otra de las dicotomías en que se transforma la de tradición/ruptura es igualdad/diferencia. El gran presupuesto indica que los artistas habrán de diferenciarse unos de otros en virtud de lo que se llama “estilo personal”; mas este prurito de diferenciación, puesto que es precisamente lo que se espera de todos y cada uno, a la vez los iguala. La colectividad es vagamente inferida como tradición; individualizarse implica, pues, una ruptura, pero como esto a su vez conlleva redundancia e igualdad, se vuelve en sí una tradición. Resultado: las formas de diferenciación individual están más codificadas y son más predecibles aún que las características de lo colectivo. Para la ortodoxia, y sobre todo para los mecenas, el mundo del arte no es sino una tipología genérica con valor de entretenimiento (entertainment value); basta ver el modo en que las películas hollywoodenses contemplan a los artistas a través de una serie de tipos, desde el “joven iracundo” hasta el “genio incomprendido”, todos ellos luchando contra un aparato que a fin de cuentas termina definiendo lo que es el arte —y, sobre todo, lo que es la ruptura, tan necesaria para que exista tradición. (Jorge Luis Borges advierte este proceso: “Entiendo que el género policial, como todos los géneros, vive de la continua y delicada infracción de sus leyes” —Textos cautivos, Tusquets, Barcelona, 1986.)

Entre tantos otros resultados inmediatos que se acumulan para dar paso a la confusión reinante, radica el hecho de que una época puede tomar como “antigua tradición” algo que ha sido fabricado poco antes (inmersos en pleno desarraigo sistemático, fácilmente confundimos lo antiguo con lo que parece antiguo). Puesto que el acento está en el cambio más que en lo cambiado en sí mismo, es posible tomar elementos de varias tradiciones anteriores y reunirlos con otros especialmente creados con objeto de presentarlos como “la” tradición. Esto es lo que hacen los mecenas y lo que, en particular, ha hecho Hollywood en el territorio del cine: es a una muy especial “tradición” a la que dicen defender, y no resulta gratuito que ella coincida punto a punto con el discurso del poder imperante.

La corriente crítica didáctica, que pretende reivindicar a la tradición, no está reivindicando, desde luego, a la tradición centrada en la simultaneidad (autenticidad cosmogónica), sino que confabula, a veces sin saberlo, con lo sucesivo artificialmente vuelto tradición (alienación disfrazada de autenticidad). Por ejemplo, el crítico Leo Braudy (Film Theory and Criticism, 1979) se queja de que las obras “cultas” —definidas como las que “caen” en el error de definir a la cultura como coto alrededor del castillo— o “libres” —es decir, libres de genealogía, desarraigadas, cuando no parricidas— quieren decirlo todo de una vez, lo que las obliga a ser excesivas y poco comprensibles, mientras que la tradición genérica “va más despacio”. Ir despacio corresponde a ser comprendido por la generalidad del público; de ahí la “utilidad” de los géneros dramáticos, que son formulaciones convencionales cuyo juego reiterativo es asumido por los espectadores mayoritarios con inmenso placer: éstos reconocen un melodrama y adivinan (es decir, esperan) que al final el villano será castigado; del mismo modo, saben que en un western habrá un duelo entre los malvados y los justos con una ardua victoria de estos últimos; o que en una comedia el protagonista habrá de sufrir innumerables choques y reveses pero a la vez estará protegido por una especie de poder superior que ama a la inocencia o a la ingenuidad (y, cada vez más, a la estupidez); o que en un musical los personajes podrán romper a cantar a mitad de una conversación sin que los demás personajes se extrañen o escandalicen.

Así como los niños saben que en los cuentos de hadas la bruja malévola o el poderoso hechicero recibirán su oportuno castigo, y ello no impide a aquéllos sufrir o festejar las andanzas de los personajes (e incluso escuchar cien veces la misma historia con idéntica emoción), el “gran público” ama consumir situaciones estandarizadas que le garantizan una resolución justa y satisfactoria. En la medida en que esté seguro de que esa resolución habrá de presentarse, el espectador aceptará lo divergente o disparatado de las historias que le cuentan; en última instancia, todo arte narrativo se resuelve en eso: contar historias con mayor o menor ajuste a lo convencional.

Lograr una verosimilitud—hacer que algo parezca real o auténtico— es siempre más importante que cuestionar las definiciones usuales de realidad o de autenticidad. La tradición es una garantía y, en gran medida, equivale a una vindicación en sí misma. El “espectador medio” pide que en los universos ficticios el mal sea castigado, y en general que exista en las historias todo lo que está radicalmente ausente de la vida cotidiana: orden, justicia, direccionalidad y sentido. Esta “tradición” tiene el primordial objetivo de tranquilizar: el niño se duerme con placidez luego de haber escuchado los horrores que suelen convocar los cuentos de hadas; del mismo modo, los espectadores de cine hollywoodense consumen una avalancha de atrocidades (a esto se llama “realismo”) porque los desenlaces los confortan al explicarles que el mal no es absoluto.

Todo esto origina otro sobreentendido: si las obras que van más despacio son mejor comprendidas, por tanto la total inmovilidad equivale a comprensibilidad absoluta; en otras palabras: la mayor tradición, la más rica herencia, es la que carece de todo movimiento. Pero ¿no es la cultura un vértigo voraz, no corresponde cada modernidad a una avalancha de novedades y no radica en éstas el encanto de lo sucesivo? En la novela El gatopardo (1959), Giuseppe Tomasi di Lampedusa responde con suficiencia: todo se mueve para quedar como estaba; todo cambia para no variar.

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[Fragmento de “Tradición y ruptura: el conflicto esencial”, sexto anexo de Mirador en una cuerda floja, CONACULTA, Colección Periodismo Cultural, México, 2012.]




Una entrevista sobre Mirador en una cuerda floja

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DGD: Textil 76 (clonografía), 2009

Entrevista de Merry MacMasters


[Esta entrevista apareció en el diario mexicano La Jornada, el 10 de octubre de 2012, con algunas erratas que aquí han sido corregidas. Asimismo, algunas respuestas han sido ligeramente ampliadas.]


Mirador en una cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo/Tradición y ruptura: el conflicto esencial) es un libro escrito por “un espectador indignado que quiere compartir su indignación”, expresa su autor Daniel González Dueñas.

Mirador en una cuerda floja se divide en dos grandes áreas; en la primera se examina “la concepción hollywoodense del realismo y su influencia no sólo sobre otras cinematografías sino sobre nuestra propia forma de ver y definir el mundo”. La segunda parte enfoca un tema ya entrevisto a lo largo de la primera, la dicotomía entre tradición y ruptura; éste es, para González Dueñas, “un tema fundamental que debería ser más discutido”, ya que “sus repercusiones están no sólo en el terreno del cine, o de los medios audiovisuales, sino en todos los niveles, desde lo social, filosófico, antropológico, político, económico, hasta el más personal: el del erotismo y la sexualidad. Todos los niveles se hallan afectados por esa dicotomía”.

El libro no está escrito por un especialista, dice el autor, sino por “un espectador que comparte con otros la indignación que provoca el ver las resultantes inmediatas y prácticas de la influencia de Hollywood, que es sinónimo de su tan celebrado realismo. No hay otra opción, no hay otro estilo dramático. El realismo hollywoodense está en la base de todos sus géneros, desde la fantasía o el cine para niños, hasta el terror y la ciencia-ficción. En el teatro, el realismo sigue siendo un tono entre otros tantos posibles: naturalismo, simbolismo, expresionismo, impresionismo, etcétera. En el cine y los medios audiovisuales, en cambio, ya sólo hay una forma de entonara lo humano (es decir, de representarlo para comprenderlo). El libro se pregunta por qué se ha dado esta reducción, esta pérdida de matices, hasta dónde llega su influencia y en qué modo ella va más allá del territorio cinematográfico”.

En teoría, el realismo debería ser concebido como una representación “fidedigna” de lo real; sin embargo, el entrevistado acota que “el realismo hollywoodense no se limita a representar la realidad, sino la moldea, la manipula, la calibra. Todos consumimos grandes cantidades de sus productos, sobre todo si se considera que la televisión es un resultado directo de Hollywood. Y no es en absoluto casual que este moldeo de la realidad coincida casi punto por punto con la dialéctica del poder que domina al mundo”.

González Dueñas lamenta que entre las damnificaciones de la presencia de Hollywood se encuentra el hecho de que “se recorre el ayer”. Es decir, hace veinte años se decía que el cine nació en los años sesenta del siglo pasado (como medio consciente de sí mismo); ahora se dice que nació en los ochenta. Se va negando la historia del cine de tal manera que el público joven suele desconocer las grandes obras del siglo XX”.

El tono básico de Mirador en una cuerda floja es “una invitación a detenerse un poco más, a no dar nada por sentado, a cuestionar y examinar cada uno de los sobrentendidos en los que se basa toda la cultura. Hollywood fomenta el que todo se sobreentienda y que ya nada fundamental se ponga en palabras; así, el acto de entender y sus concomitantes (analizar, desglosar, decodificar, re-enunciar) se ha vuelto enojoso, aburrido y hasta inútil. Más que nunca es necesario re-enunciarlo todo, encontrar las briznas de suciedad que hay entre la paja y re-apropiarnos del lenguaje, es decir del sentido. Y esta es una labor eminentemente comunitaria”.

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