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Channel: Daniel González Dueñas
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La luz sonora (8)

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DGD: Textil 140 (clonografía), 2016


D

Patricio Marcosaporta un preciso ejemplo del silencio en que se basa el poder: “Difundida de manera prolija por los autores de las novelas modernas para señalar el carácter moral de personajes tristes, apesadumbrados y hasta melancólicos, la palabra taciturno deriva de la voz ‘tácito’, participio pasivo del verbo callar. Sin embargo, en ningún diccionario se da noticia de una diosa, musa o ninfa de nombre Tácita, venerada por los romanos durante el reinado del virtuoso sabino Numa Pompilio, a la que éste refiere sus vaticinios en recuerdo y estima de la sabia taciturnidad de la escuela pitagórica. Una distancia casi infranqueable entre el silencio filosófico de la Antigüedad, signo de la mayor virtud práctica en el hombre superior, la prudencia, y el vicio contemporáneo de la vergüenza, la mudez por incapacidad o molestia en el hablar”.
          En efecto, la náyade que se convertiría en la diosa Tácita tenía como nombre Lara y era también conocida como Lala (“habladora”), Laranda o Larunda; era hija del dios-río Almón y célebre tanto por su belleza como por su incapacidad de guardar secretos. Su historia mítica es tormentosa: Júpiter se enamora de la ninfa Yuturna y ésta se arroja al Tíber para esconderse de él; Júpiter llama entonces a las náyades y les ordena que busquen a Yuturna; todas ellas obedecen menos Lara, que, incapaz de guardarse un secreto, cuenta todo esto a Juno, la esposa de Júpiter. En castigo, el dios le arranca la lengua y la condena a los infiernos; en el camino, según narra Ovidio en las Metamorfosis, la viola; ella da a luz a dos gemelos llamados lares, encargados de custodiar las encrucijadas y las ciudades. Numa Pompilio inició su culto bajo el nombre de Tácita, la diosa silenciosa (Dea Muta).
          Hallazgo de una lectura política del lenguaje: la voz tácito significa “no especificado, que se infiere o sobreentiende”. Óptimo ejemplo de ese sistema que calla para sobreentenderlo todo en la oscuridad y así eliminar los enfrentamientos claros con lo que se dice: la diosa Tácita implica el silencio del que sabe callar (no sólo el prudente sino el hermético, el que guarda para sí la sabiduría que no puede difundirse sin desintegrarse); por su parte, el moderno héroe “taciturno” es aquel que si no habla es porque ha sido acallado: no el que se apena por hacerse oír sino el que teme decir lo que piensa, lo que siente, lo que ve: el que ha aprendido “a establecer con los demás una relación semejante a la del actor con su público” (según observa Aristóteles: “El desconocimiento del don de la palabra lleva a las sociedades a hablar como ciertos actores de teatro, los cuales recitan parlamentos aprendidos de memoria sin saber lo que dicen”).
          En la modernidad todo es tácito, todo se sobreentiende: el discurso del poder se construye a partir de rodeos, veladuras, supuestos. Si enfrentar las cosas es aclararlas y declararlas a la luz pública, ese discurso inunda la vida diaria en Occidente para que no haya sino tiniebla individual: islas inconciliables (cada uno es actor y los demás son público), interminable torrente de palabras-cascarón, reino del no saber lo que se dice, del mucho hablar para decir nada, para inferirlo todo, para acallarlo todo.

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Referencias
Patricio Marcos: Los nombres del imperio. Elevación y caída de los Estados Unidos, Nueva Imagen, México, 1991.

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[Continúa.]



La luz sonora (9)

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DGD: Textil 148 (clonografía), 2016


E

El mundo del neoliberalismo maneja numerosos sobreentendidos, pero acaso el mayor de ellos consiste en que el estado de guerra es general y permanente: todo núcleo social se construye a partir de un decálogo bélico, el bellum omnium omnes. Desde la pareja y la familia hasta los organismos públicos o privados, todos entienden la “civilidad” como milicia, la “lógica” como logística, la “profesión” como rango, la “personalidad” como estrategia. “Sin lugar a dudas”, escribe Patricio Marcos, “la guerra es la pasión dominante forjada por el ser del hombre en razón de su oblicua relación con las palabras”: aun los grupos que desarrollan actividades pacifistas dependen del código contra el cual luchan, puesto que la paz no se concibe como estado en sí mismo sino como suspensión convencional —tregua— del conflicto armado: éste no se elimina, se disimula.
          En el reino de Occidente, que disimula lo irracional con vistosos disfraces de raciocinio, la razón de Estado es la ley suprema, el orden tácito, la diaria representación del destino. Si para Freud l’anatomie c’est le destin, el neoliberalismo coincide con la frase de Napoleón pronunciada un siglo antes: la politique c’est le destin. El destino es la magnitud que se sobreentiende tras cualquier movimiento del mal deseable y del dominio benévolo: “estaba escrito”. Un país basado en la economía de guerra se finca en la pesadilla cotidiana, en el miedo incesante. Los eufemismos se acumulan para vestir de destino al sinsentido; por ejemplo, “gesta por el mundo libre”. Ante el creciente escepticismo de los individuos respecto a la retórica del poder, ante el desencanto de los núcleos sociales hacia las figuras de la autoridad, el imperio actúa como siempre a través de los nombres: si la credibilidad exigida por el aparato se reveló como credulidad, entonces se trabajará no con hechos sino con creencias y, aún más, con fe. Una fe que reposa en los eufemismos de la fuerza bruta, como el de “mano dura”. Ya no se dirá “libertad” —término vacío de todo significado a fuerza de reiteración maquinal— sino “liberalismo” (o su paso lógico a la extrema derecha, “neoliberalismo”): la economía remplazará a la ideología, la tecnocracia al humanismo.
          Caso climático de ruptura “entre el origen y el significado actual de una palabra”, bajo la voz liberalismo —observa Marcos— “los ideólogos del nouveau régime escamotean el principio político del naciente capitalismo europeo. Tal expresión, usada a tontas y a locas por los actuales especialistas del tema, es responsable de la creencia que considera las formas de gobierno oligárquicas occidentales como si fueran Estados que tienen por cimiento la liberalidad política. Una creencia a todas luces falsa, o mejor aún, una aleve corrupción de la palabra liberal—de la que con maña se forma la voz liberalismo—, con el objeto de presentar el vicio generalizado de la avaricia con las vestimentas de la virtud que le es contraria”. En efecto, el latín liberalis, “generoso, noble, desinteresado, desprendido”, se refiere al discurso de la libertad y no a lo que significa en Occidente: “la persecución ilimitada de ganancias monetarias, [la] organización de poder definida por la usura humana”.
          Fundamental voz-cascarón en el auge de la derecha que caracteriza al final del siglo XX y al principio del XXI, la palabra “neoliberalismo” es una elevación al cuadrado de ese gigantesco sobreentendido, de esa tácita (y cínica) apariencia. Añade el autor de Los nombres del imperio: “La liberalidad es en esencia una virtud y no un vicio, justamente la virtud contraria al vicio plutocrático de la ganancia moderna, fundamento de las sociedades capitalistas contemporáneas mal llamadas liberales, ya que el sórdido interés que las mueve, similar al de las prostitutas, peca por los dos extremos, pues da siempre menos y toma siempre más de lo que se debe según la liberalidad”.

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Referencias
Patricio Marcos: Los nombres del imperio. Elevación y caída de los Estados Unidos, Nueva Imagen, México, 1991.

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[Continúa.]


La luz sonora (10) (y octavo aniversario del blog)

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DGD: Textil 147 (clonografía), 2016



[Gracias a los amigos y visitantes que han enviado mensajes por el octavo aniversario del blog. (DGD)]


F

Quien aún dude de que las palabras son conjuros podría revisar la más difundida (y casi esencial) expresión sintética en la cultura norteamericana, que al mismo tiempo es la máxima muletilla verbal incluso en países no angloparlantes: OK (“oquei”). Este automatismo demuestra, escribe Patricio Marcos, que “las afecciones de las palabras son causa de las pasiones que marcan la convivencia social”. Marcos elige el más probable de los orígenes del OK —que abundan como leyendas urbanas— y remonta la historia: “Dicho ruido se emite hoy para confirmar arreglos de índole miscelánea, asuntos cotidianos teñidos de una complicidad trivial. Significa ‘está bien’ o ‘en eso quedamos’. No obstante, en sus orígenes es una contraseña [que] se emplea para constatar la compra fraudulenta de votos electorales. Martin van Buren es quien gana más fama con dicho procedimiento a fines del siglo pasado, debido a que perfecciona el expediente del fraude electoral en los distritos podridos de Nueva York, antes Nueva Ámsterdam”.
          El fraude es “virtud” si lo emprende en el escenario un comediante eficaz en el uso de las máscaras, las impostaciones y los fingimientos: el imperio, que tanto valora los espectáculos (el show business), es el virtuoso actor que ante el público convierte su vacío en representación:

Van Buren, descendiente de las familias holandesas de Manhattan, es conocido en la historia política angloamericana por un apodo, el de “pequeño mago”, ganado a pulso tanto por su oficio de prestidigitador en materia electoral como en razón de su abreviada estatura física. Quizás no esté de más agregar que con tal arte a cuestas el pequeño mago alcanza la presidencia de los Estados Unidos durante el periodo 1837-1841. Sin embargo, lo singular del caso es que Van Buren es oriundo de una aldea de nombre Old Kinderhoock, la cual, por la manía congénita de la cultura angloamericana de producir ahorros (la otra cara del excedente monetario aquí aplicado a la lengua a través de una manera de hablar cada vez más telegráfica, hoy ya generalizada en la misma escritura), queda reducida a las letras iniciales O y K, de las que por fonética deriva el okei de marras: el sonido onomatopéyico de la consigna oligárquica para el fraude electoral.

Ese “mal deseable” se transmite en su totalidad no sólo al reducir el lenguaje a su expresión más balbuceante sino al pronunciar, hora con hora, el “estamos de acuerdo”, el “en eso quedamos” del máximo sobreentendido de la cultura norteamericana: la complicidad ante un fraude.
          Las letras eran ya antiguos emblemas del poder cuando la Casa de Austria eligió la divisa Austriœ est imperare orbi universo (“A Austria pertenece gobernar todo el universo”), que también en alemán ocupaba las cinco vocales: Alles Erdreich ist Oesterreich unterthan. La fórmula A.E.I.O.U. intenta manipular a la cábala para igualar el universo al lenguaje (prosodia, sintaxis, enunciación): dominando a éste se domina a aquél. El orden de las vocales es “universal”: también lo es el orden político cuyo poder es tan grande como las vocales (y tan simple). Suprema diferencia entre el lenguaje del poder y el poder del lenguaje: a los veinte años de edad, Arthur Rimbaud inventa —reconoce— el color de las vocales: “A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde”. No es difícil —ni excesivo— imaginar que al tomar esas cinco letras, la Casa de Austria (eco de otros imperios y otros deseos de posesión absoluta), las cubrió del infinitamente neutro color gris al que Michael Ende describe en Momopara luego intentar precipitarlas en esa Nada a la que La historia interminable nos ayuda a reconocer.
          El “OK” es la máxima síntesis, la más rápida y automática respuesta ante todo tipo de situaciones. ¿Cuántas de las millones de personas que utilizan esta fórmula numerosas veces al día se preguntan por el origen del vocablo, y aún más, por aquello en lo que en el fondo están de acuerdo? Una automaticidad contiene a todas las demás: en cada acto, en cada consentimiento rubricado con el “OK”, toda una gigantesca cosmovisión se transmite intacta: la gota contiene al mar y éste resulta tanto más insondable cuanto no sea nombrado (el mundo se hace más y más opaco incluso a plena luz del mediodía).
          Una muletilla es un vicio verbal que se arraiga en cada quien por facilidad, y que llega a volverse “subconsciente”; pero el “OK” es algo más, puesto que, componente esencial del lenguaje del poder, contiene también un resorte que desalienta a la conciencia, desactiva a los cuestionamientos y vuelve innecesariosa los actos de dudar y analizar. El imperio está ante todo en sus nombres: el menos benévolo de los dominios comienza asegurándose de que a nadie se le ocurrirá investigar el origen mismo de las muletillas, las raíces de la lengua cotidiana y, en general, todos los automatismos que se incuban en el “inconsciente colectivo” como los virus incubados en las computadoras.
          El poder no sólo se alimenta del tiempo de los hombres sino convierte el mundo en una idea intemporal que “eternamente” concuerda consigo misma. A cada paso, a cada gesto brota un en eso quedamos: “quedamos” en el fraude perpetuo; “quedamos” en no decir nada para que todo se diga por nosotros; “quedamos” en rehuir toda forma de transparencia (puesto que se nos ha demostrado que sólo veríamos los horrores ocultos, la pesadilla que hemos convenido en disimular).

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Referencias
Michael Ende: Momo, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1973. [Alfaguara, Madrid, 1978. Trad.: Susana Constante.]
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
Patricio Marcos: Los nombres del imperio. Elevación y caída de los Estados Unidos, Nueva Imagen, México, 1991.
Arthur Rimbaud: Une saison en enfer, Alliance Typographique, Bruselas, 1873. [Una temporada en el infierno, Monte Ávila Editores, Caracas, 1998.]
Acerca de los sobreentendidos, cf. “Sobreentendidos y muletillas”, en D.G.D.: Hollywood: la genealogía secreta, Universidad Autónoma de Nuevo León, col. Tiempo Guardado, Monterrey, 2008.

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[Continúa.]

La luz sonora (11)

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DGD: Textil 146 (clonografía), 2016


4

La metafísica del deseo es recogida muy raramente por el arte narrativo occidental. Sin embargo, ¿no es el deseo un invariable resorte de las historias de Occidente? Lo es más bien el conflicto entre un deseo convencional y una realidad igualmente convencional; por tanto, no se trata de una metafísica sino de una ideología del deseo; ésta, que depara casi la totalidad del arte occidental de contar, es aquella que convierte al acto de desear en ambicionar. Sin embargo, muy de vez en cuando una obra, pese a estar empapada en esa ideología global, incluye por una u otra razón a la metafísica del deseo. En tal caso ambos registros se inmovilizan mutuamente. Esto sucede en las versiones cinematográficas de La historia interminable y de ahí la honda traición que practican al texto original. Las tres películas, que tienen como referente a Hollywood —el modélico narrador de historias en Occidente—, aspiran a ser reconocidas por la “fábrica de sueños” y se adaptan a los términos de su ideología: si tales cintas contienen también la metafísica del deseo es porque ésta empapa el texto en el que se basan. No obstante, a la vez que ella inmoviliza a las definiciones ideológicas en estas tres películas, la ideología detiene a la metafísica. El resultado es cero.
          Otra conjunción excepcional se da en un melodrama realista surgido en Hollywood el significativo año 1945: Our Vines Have Tender Grapes. En esta película dirigida por Roy Rowland, Edward G. Robinson interpreta a un modesto granjero de origen noruego y radicado con su esposa e hija en una zona rural de Wisconsin. El sueño de este hombre es tener un moderno establo para criar ganado de primera calidad: tal deseo ocupa su tiempo y sus años de minucioso, arduo ahorro. Cuando está a punto de conseguir la cantidad necesaria, de pronto cambia de parecer y anuncia a su esposa que usará ese dinero en otras necesidades de la familia. De este modo explica su decisión: “Te tengo a ti y tengo a nuestra hija. Si tuviera el establo lo tendría todo y ya no desearía más. Creo que el hombre debe desear, ambicionar lo que no puede tener. Así mantiene el interés y aprecia las cosas que ya tiene”.
          El deseo-motor de este personaje se cubre de ideología (es decir, en mensaje y en propaganda). Con ese diálogo capital el granjero plantea la gran constante de las historias occidentales, el conflicto entre deseo y realidad, a través de una curiosa definición: a punto de cumplir su máximo sueño, renuncia al establo para tener siempre algo que desear. (Le sucede lo mismo que a aquella dama de la conocida fábula que no quería vender todas sus naranjas de un solo golpe porque ello implicaría quedarse sin nada que pregonar y comerciar: los actos que daban sentido a su vida.)
          La metafísica del deseo está presente en Our Vines Have Tender Grapes: ser es desear; un hombre que no desea ha dejado de considerar al mundo deseable. Sin embargo, en la afirmación del personaje interviene también una ideología del deseo: ser es ambicionar y, específicamente, es ambicionar “siempre más”. Con objeto de apreciar lo que tiene y “mantener el interés”, el hombre debe poner límites a su mundo y definirlo no sólo como deseable sino como inalcanzable (debe conformarse con lo que tiene y convertir lo que no tiene en un “incentivo” para apreciar lo que tiene). La imposibilidad convencional (el granjero podría tener su establo, pero voluntariamente renuncia a él) es un motor para la vida, puesto que convierte a lo imposible en una convención utilitaria.
          Lo que hay de metafísica en el acto de este personaje es luminoso (contiene un eco de la Gaya Ciencia de los trovadores, quienes convertían al amor imposible en una vía de conocimiento y acceso a lo sagrado); no así lo que hay de esaideología que a través de los eufemismos, re-presentaciones y circunloquios verbales transforma al deseo, acorde esencial de lo humano, en avaricia, usura y sed de posesión.
          La ideología del deseo se marca claramente en Our Vines Have Tender Grapes: el que tiene poco puede superar la imperiosa necesidad de tener más y esa superación se da a través del acto de “plantarse”; el personaje de esta película, al usar el establo como “tope del deseo” (decide no tenerlo, elige considerarlo un imposible para apreciar lo poco que tiene), mantiene el interés por el mundo pero se resigna a su rol social. Por su parte, el que tiene mucho puede superar la insaciable ambiciónde tener más e igualmente “plantarse”; como “tope del deseo” podría usar por ejemplo al universo (“decide” no tenerlo, “elige” considerarlo un imposible para apreciar lo mucho que posee): así mantiene el interés—término muy conocido en la usura—, vence al desgarrador sufrimiento que le produce no poseerlo todo y se “resigna” a su rol social.
          Para el poder sólo es deseable eliminar el verdadero deseo de los individuos; así, cuando el hombre desee al universo (no poseerlo sino serlo), estará “ambicionando lo que no puede tener”. Sin embargo, hay otra ideología del deseo: justamente aquella que emprende una lectura de lo “sobreentendido”, la que busca saber lo que se dice y decir lo que se sabe. Es ésta la que alimenta a La historia interminable de Michael Ende. Cuando esta novela reúne la metafísica del deseo con esa móvil ideología del deseo, no sólo ambas no se inmovilizan mutuamente sino que se transfiguran hasta revelar a ese territorio humano sin nombre que puede investigar el origen de todo nombre. Durante toda la segunda mitad de la novela, el protagonista, Bastian, desea el poder e incluso identifica a estos dos conceptos; su fragorosa revelación final lo hace invertir los términos: gana el poder del deseo, el más desafiante puesto que sólo se tiene cuando no se usa.

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Referencias
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]

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[Continúa.]


La luz sonora (12 y final)

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DGD: Textiles-Serie blanca 41(clonografía), 2016


4a

En el inicio de su quest, Atreyu (protagonista de La historia interminable de Michael Ende) trepa a un alto árbol para “ver” la Nada:

Las copas de los otros árboles que estaban muy cerca eran verdes, pero el follaje de los árboles que había detrás parecía haber perdido ese color, porque era gris. Y un poco más lejos se hacía extrañamente transparente, nebuloso o, mejor dicho, cada vez más irreal. Y detrás no había nada, absolutamente nada. No era un lugar pelado, una zona oscura, ni tampoco una clara; era algo insoportable para los ojos y que producía la sensación de haberse quedado uno ciego. Porque no hay ojos que aguanten el contemplar una nada total. Atreyu se tapó la cara con una mano y estuvo a punto de caerse de la rama. Se sujetó con fuerza y descendió tan de prisa como pudo. Ya había visto bastante. Sólo entonces comprendió el horror que se extendía por Fantasia.

Los hombres de gris, voceros de la mudez, imagineros de la ceguera, impositores de la total ausencia de sonidos (que no del silencio fecundo), detentan el poder precisamente porque éste no puede ser visto, oído, pronunciado. Pero no es imposible ver la Nada y señalar sus predaciones.
          En el fondo se trata de lo que implica la sentencia de Marx colocada por los surrealistas al pie de un fotograma de La edad de oro de Luis Buñuel: “La crítica del cielo se transforma en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política”. Una paráfrasis podría agregar: “La crítica del lenguaje del poder se convierte en crítica del poder del lenguaje”. La esencia de los aparatos dominantes ya radica en aquella frase de Epicteto que Laurence Sterne coloca como epígrafe a Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1760): “No son las cosas en sí lo que perturba a los hombres, sino las opiniones sobre las cosas”.
          Es precisamente la más honda relación entre palabra y deseo, entre las opiniones y las cosas, la que centra un relato de Ende, “La meta de un largo viaje” —incluido en el volumen La prisión de la libertad (1992)—; a partir de la sentencia Busquen y encontrarán leída a fondo, un personaje revela:

Dios creó el paraíso y creó al hombre. Como luego quitó el paraíso al hombre, éste creó el mundo para vivir en él. Y todavía está creándolo. [...] ¿Creen que fue Troya lo que [Schliemann] descubrió? ¿Por qué era Troya? Porque la buscó ahí [...]. De este modo los hombres encuentran todo: los huesos de monstruos prehistóricos y de animales-hombre. ¿Por qué? Porque buscan. Y así han creado al mundo, pieza por pieza, y dicen que ha sido Dios. Pero miren qué mundo han hecho, lleno de espejismos y contradicciones, de crueldad y violencia, de avaricia y sufrimiento, sin sentido en lo grande y en lo pequeño. Y díganme: ¿cómo Dios, ese al que llaman justo y santo, va a haber creado tanta imperfección? El hombre es el creador de todo y no lo sabe. No quiere saberlo porque tiene miedo de sí mismo, y con razón. Tampoco Colón, cuando descubrió el Nuevo Mundo, quería creer que lo había creado él a través de su búsqueda, porque pensaba en buscar otra cosa.

Este personaje advierte a su interlocutor: “Deberían darse prisa si quieren encontrar lo que buscan. Pronto ya no habrá sitio, pronto todo estará completado y terminado”. Fascinante relectura de la serendibilidad (el hallazgo inesperado cuando se buscaba otra cosa, fenómeno del que se da precisamente como máximo ejemplo el descubrimiento de América) e imagen gemela de aquellos hrönir que Borges imagina en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (objetos reales creados por la expectativa de unos reos a los que se promete la libertad si encuentran tesoros en un terreno en donde inicialmente no había nada). El mundo es creado minuto a minuto por el deseo del hombre, del mismo modo en que Bastian va creando a Fantasia sin saber desear. El deseo es poder y ambos se enuncian, son lenguaje: quien domina a las palabras y a sus significados, domina no sólo al mundo sino a la forma de crearlo a cada instante.

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Referencias
Jorge Luis Borges: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, en Ficciones, Sur, Buenos Aires, 1944.
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
Michael Ende:Das Gefängnis der Freiheit, Thienemanns Verlag, Stuttgart/Viena, 1992. [La prisión de la libertad, Alfaguara, Madrid, 1993. Trad.: Genoveva Dieterich.]
Laurence Sterne: Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman (1759-1767), Penguin, Londres, 1985. [Cátedra, Letras Universales 640, Madrid, 2005; trad.: José Antonio López de Letona; ed.: Fernando Toda.]

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Una fotografía tomada por René Magritte

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Georgette ante la mesa, ca. 1928. Museo Magritte.

René Magritte (1898-1967) fue también un apasionado por la fotografía y solía emplear sus instantáneas como estudios preparatorios para sus pinturas. En uno u otro lenguaje su exigencia era alertar al espectador, hacerlo consciente de la percepción precondicionada de lo real. En este sentido, Magritte podría haber compartido plenamente aquella afirmación del gran Charles Fort (1874-1932): “Siempre he encontrado interesante recorrer una calle, mirar lo que me rodea y preguntarme a qué se parecerían todas estas cosas si no se me hubiera enseñado a ver caballos, árboles y casas ahí en donde hay caballos, árboles y casas. Estoy persuadido de que, para una visión superior, los objetos no son más que constreñimientos locales fundiéndose instintivamente los unos con los otros en un gran todo global”. Toda la obra de René Magritte podría corresponder a la misma entrevisión.
            El joven Magritte tomó hacia 1928 una fotografía de su esposa, Georgette Berger, una amiga de su juventud con la que se había casado en 1922 y que fue su modelo en numerosas obras. Con su característica y virulenta sencillez llamó a esta imagen Georgette ante la mesa. En un interior hogareño, Georgette, ataviada con tonos oscuros, se encuentra en efecto ante una mesa en la que se ven vestigios de una comida reciente (platos con restos, una jarra, cubiertos, un pan recién cortado); sin embargo, la joven no trasluce una postura casual sino que asume claramente la actitud de quien posa. Porque en su insobornable búsqueda de una visión superior, Magritte no busca captar un instante “común” (es decir, “realista”). En esta imagen rodean a Georgette los elementos usuales que el espectador espera ver en una vivienda: además de la mesa hay una puerta, una ventana, un mueble con repisas, un pequeño marco en la pared cuidadosamente cortado por el encuadre para que introduzca la idea de los límites de una imagen sin que ésta interfiera con el conjunto. Sin embargo, hay también un elemento no tan usual ni común en un comedor: un caballete del que está suspendido un lienzo blanco.

Georgette ante la mesa,detalle.
 Georgette está colocada ante este caballete con una precisión absoluta: la rodea la suficiente blancura como para evitar que el espectador la integre en la imagen, la encadene a lo cotidiano, le dé una “explicación”.

Georgette ante la mesa,detalle.
Magritte ha cuidado de tal modo la composición, que muy bien podría pensarse en una fotografía dentro de otra. En efecto, el sujeto fotografiado se confunde con el sujeto “real”. Georgette resulta, así, la modelo y a la vez la representación de esa modelo: la instantánea de sí misma. Magritte ejerce su magia esencial: Georgette es tanto la retratada como el retrato.

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Magritte: La luz de la coincidencia

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La luz de la coincidencia, 1933.

En general, Magritte emplea títulos “indirectos”, pero el título es “directo” en este óleo, una de las muestras de lo que podría llamarse liturgia de la mirada: a la izquierda hay un óleo que representa a un torso femenino; sólo en un primer momento el espectador interpreta que ese torso escultórico se encuentra en una especie de caja, pero cuando examina con cuidado la parte superior, se da cuenta del caballete que sostiene a una pintura enmarcada. A la derecha, una vela encendida ilumina a ese óleo. Y sin embargo, la luz de la vela “exterior” es el origen directo y único de la iluminación del torso en el cuadro “interior”. Menos que una “ilusión óptica”, hay aquí un canto al misterio mismo de la representación: la escultura representa a un cuerpo; el óleo representa a la escultura; La luz de la coincidenciarepresenta a todas estas representaciones, que son unidas y reveladas por la luz de la vela. La vela ya no es representación sino realidad: una realidad que se comunica, a través de la luz, al óleo dentro del óleo, a la escultura dentro del óleo, al cuerpo dentro de la escultura. A la luz del misterio, todas las realidades coinciden con todas sus representaciones. La antes única e inamovible realidad del espectador se revela como representación de una realidad superior. El espectador queda, por una vez, intolerablemente libre: muy bien podría imaginar que si le fuera posible tomar el candelero y moverlo lentamente hacia la izquierda, en el óleo sostenido por el caballete la sombra del torso se iría desplazando en la medida de ese mismo movimiento.

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Magritte: La voz del espacio

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La voz del espacio, 1928. Museo Magritte.


La voz del espacio, 1928, segunda versión. Museo Magritte.

En pocas obras plásticas como la de Magritte el misterio es reflejado en toda su potencia sin intentar “explicarlo”. El artista belga despoja a los objetos de su cotidiana coraza verbal y los devuelve al punto originario en donde aún no se han vuelto previsibles para la percepción. Los cascabeles forman parte de sus objetos preferidos. En La voz del espacio (1928) estos objetos están suspendidos sobre un paisaje bucólico con el mar de fondo, representado este entorno con una virtuosa técnica de aparente realismo. Colocados en esta escala, los objetos “comunes” adquieren dimensiones colosales. El mismo año Magritte emprendió una versión nocturna de la misma escena. El paisaje, ahora sumido en la oscuridad de la noche, ya no funciona como referente y contraste de tamaño: los cascabeles podrían tener dimensiones “normales” y estar vistos muy de cerca; es acaso por ello que la versión más conocida es la “diurna”. Sin embargo, al contemplar juntas a las dos versiones, la diurna confiere su monumentalidad a la nocturna, que se vuelve aún más misteriosa. Contribuye a este efecto el intenso reflejo de la luna en las superficies metálicas. Cabe notar asimismo que en la versión diurna hay tres cascabeles, mientras que hay uno más en la nocturna: la cuarta esfera podría ser invisible durante el día.

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Magritte: El hada ignorante

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El hada ignorante, 1950. Museo Magritte.



En 1950 un amigo de René Magritte, el abogado Pierre Crowet, le solicitó un retrato de su hija Anne-Marie (campeona de tenis que más tarde se convertiría en baronesa Gillion-Crowet). Magritte cumplió el encargo pero a la vez lo convirtió en una de sus imágenes más personales... y más subversivas. En El hada ignorante puede observarse una inversión metafórica: la modelo intensamente iluminada por su entorno (se halla ante una ventana abierta a través de la cual puede apreciarse el cielo diurno) está cerca de una vela encendida cuya llama negra disemina oscuridad en el lado izquierdo de la cara de Anne-Marie.


Detalle.


La luz y la oscuridad intercambian sus valores: la oscuridad deja de ser ausencia de luz. Lo que vemos es como el “negativo” de un retrato oscuro y nocturno, pero sus valores no están invertidos. Esto puede apreciarse si, en un intento de volver a la “lógica” usual, se convierte a negativo la pintura completa:




Hay aquí una cierta vuelta a la “lógica visual”, pero no del todo. Habría entonces que practicar una nueva inversión, ahora parcial, únicamente en la retratada:




Pero aun así los valores siguen trastocados. Sería entonces necesaria una rotación en un vano intento de retornar a esa lógica a la que Magritte ha detonado para siempre:




El misterio de El hada ignorante sobrevive intacto aun cuando se le practiquen estas violencias —experimentales y fervorosas, pero violencias al fin aunque su único móvil es desentrañar algunos de los niveles de polarizaciónque quedan ocultos en la pintura (pero no ajenos a la intuición del espectador, que queda fascinado no por meras inversiones sino por la sorpresa de ver reflejado en un “simple” retrato su propio misterio (el del espectador).
            Los polos no sólo han sido intercambiados sino cuestionados a una insospechada profundidad. El cosmos ya no es “oscuro per se” ni la luz un “milagro fugaz”. Las implicaciones de esta metaforización de Magritte son casi infinitas, en todos los territorios, y ya no sólo en el pictórico o estético sino también en el de las leyes de la física y sobre todo en el filosófico, el místico, el metafísico... La mentalidad binaria se ha visto al espejo, y ya no podrá mantener sus presupuestos como “absolutos”.
            Vuélvase, pues, a la pintura original. Vuélvase también a otro retrato de Anne-Marie que Magritte pintó, ya en la “lógica natural”, a modo de desagravio pero también de nuevo homenaje.





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Magritte: El espejo falso

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El espejo falso, 1928.


El espejo falso (Le faux miroir), obra esencial de Magritte, presenta a un enorme ojo sin pestañas cuyo iris contiene un brillante cielo azul y una pupila en la forma de un disco negro. Este ojo de Magritte funciona en numerosos niveles simultáneos: el espectador mira a través de él, como en una ventana, pero a la vez es mirado por ese ojo. Y además, el título (provisto por un amigo del autor, el escritor surrealista belga Paul Nougé) sugiere otra dimensión: quien contempla esta imagen también se refleja en el ojo: ve lo que es; lo que es lo mira, y su mirada es capaz de ir a través, de ir más allá.
            El gran surrealista Man Ray, que fue dueño de esta pintura entre 1933 y 1936, reconoció esa dualidad (o ambivalencia, o interconstructividad) cuando describió a El espejo falso como una pintura que “ve tanto como ella misma es vista”. Por una vez, el hecho pictórico no se da en una superficie que se ofrece a los ojos, sino en la relación entre éstos y la imagen, es decir que más que una pintura es una mirada, en un eco del portentoso poema de Machado: “El ojo que ves / no es ojo / porque lo miras. / Es ojo porque te ve”. Aquí hay un ojo pintado, es decir, representado, pero quien mira es la representación misma. El espectador del cuadro se mira representado en ella, pero no sólo eso: se mira mirando, se contempla contemplándose. Y lo que ve es tanto lo visible como lo invisible.
            Resulta revelador comparar a El espejo falsocon una pintura realizada treinta y cinco años después por el propio Magritte: El telescopio, uno de los más sutiles tratamientos que el artista hizo de su fundamental tema de la ventana.


El telescopio, 1963.


En principio, el espectador podría creer que se trata de un armario, y no sin fundamentos, puesto que podría recordar otras pinturas de Magritte, como Homenaje a Mack Sennett.


Homenaje a Mack Sennett, 1934.


Sería posible pensar, pues, que en El telescopio se trata de un armario cuyas puertas han sido “decoradas” con nubes. Con su característica sutileza, Magritte destruye esa atribución: una esquina de la hoja derecha se transparenta y permite ver el marco detrás: se trata de una ventana con cristales transparentes en cada hoja.


El telescopio, detalle.


En El telescopio, como indica la “lógica”, a través de los cristales de la ventana se ve el exterior, en este caso un paisaje marino. Pero una de las hojas está entreabierta, de tal manera que, otra vez según la “lógica”, debería seguirse viendo el paisaje, ya sin el intermedio del cristal. Pero he aquí que la lógica estalla: en ese espacio no hay sino la más densa penumbra, el negro absoluto. Estas hojas de la ventana corresponden al iris del ojo en El espejo falso. Al entreabrirse las hojas queda a la vista un negro total, que sería el correspondiente a la pupila negra de aquel ojo. O en otras palabras, a la realidad integral, que incluye a lo invisible.

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Magritte y el árbol-hoja

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El gran poeta argentino Roberto Juarroz guardó en la memoria el fragmento de una entrevista hecha a Joan Miró. En esa ocasión se preguntaba al pintor: “¿Qué hace usted cuando termina un cuadro?”, y la respuesta de Miró fue: “Lo pongo contra la pared para que se termine solo”. René Magritte podría haber dado una respuesta semejante, que no significa desligarse del cuadro sino todo lo contrario, algo semejante a sembrar una semilla en el camino y verla crecer... dentro de quien la sembró. Juarroz decía algo muy similar en su XIV Poesía vertical:

Quiero apostar a lo infinito.
No he completado aún mi propuesta.
Quizá no llegue nunca a completarla,
pero sé que es la única que importa.

Y tal vez eso baste:
mi apuesta se hará sola
si yo no la completo.

La acabará por mí
el soplo que he ayudado a nacer.

El poema, el cuadro, son soplos que el artista ha ayudado a nacer (el primer aliento de una palabra, el inicial trazo de una imagen), apuestas al infinito que se hacen solas si están conscientemente orientadas desde su inicio, si contienen la totalidad del ser de quien dice “No he completado aún mi propuesta”.
            La propuesta de Magritte es, por definición, incompleta, porque continúa en cada espectador (en cada mirador) de sus imágenes. Gran ejemplo es el árbol-hoja. En una carta a André Breton de julio de 1934, Magritte le habla sobre pinturas que entonces está desarrollando como soluciones a diversos problemas, y se refiere al problema del árbol: “En este momento estoy tratando de descubrir lo que hay en un árbol que pertenece específicamente a ese árbol, pero que iría en contra de nuestro concepto de un árbol”. Pronto encontró la respuesta a esta cuestión en la imagen arquetípica del árbol-hoja: “El árbol, como sujeto de un problema, se convirtió en una gran hoja cuyo tallo era un tronco directamente plantado en el suelo”. Poco después realiza el primer estudio para La giganta (La Géante).

Estudio para La giganta, ca. 1935. Museo Magritte.



El año siguiente desarrolla un estudio más detallado, que transporta al óleo con la misma fidelidad.




La giganta, 1936. Museo Magritte.



Tres décadas después, el artista sigue apostando a lo infinito: el cuadro sigue pintándose solo (“el soplo que he ayudado a nacer”) a través de variantes que son como una depuración alquímica.



La giganta, 1965. Museo Magritte.


Una de las propuestas más estremecedoras del “problema del árbol” es La mirada interior.


La mirada interior, 1942. Museo Magritte.



Los pájaros de vivos colores se posan en las nervaduras de la hoja, visualmente transformadas en ramas. Pero la palabra transformación no alude aquí a un estadio que se convierte en otro, es decir a uno que dé sucesión a otro, sino a una simultaneidad: la nervadura esrama, la rama es nervadura. El ojo no va de un elemento a otro, de una significación a otra: se abre a un uno que sólo es uno porque es otro(s). La misma apertura (soplo) se comunica al paisaje, a la cortina, al pretil, al humildísimo vaso con (de) agua en toda su perfección técnica. El “problema” no pertenece al árbol y ni siquiera al ojo, sino a la mirada, y se resuelve cuando la idea de una “transformación” se vuelve la certeza de una apertura. El conocimiento es reconocimiento. No hay mejor definición de la magia.

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Magritte: El imperio de las luces (I)

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El imperio de las luces, versión de 1954.

El poeta argentino Roberto Juarroz menciona a Magritte en una entrevista de 1986:


Recuerdo en este momento algo que a mí me asombra: en un tren, a las tres o cuatro de la tarde veo por la ventanilla que se han olvidado de apagar las luces de la calle. No sé qué me impresionó; sentí que ese hecho, en pleno día, era tanto más importante: representaba la fragilidad humana, el olvido humano... y escribí: “Y la teoría de la luz / se rompe, / la mayor retrocede como un árbol / que cayera del fruto”. Como en un cuadro de Magritte donde junto a la luz del sol hay un farolito encendido, queriendo mostrar el absurdo de la realidad. La palabra clave es “absurdo”; ¿cómo no sentirlo? El intento es rescatar ciertos elementos del absurdo que, sin abolirlo, nos permitan convivir con ese absurdo.

Juarroz habla de uno de los títulos más conocidos de Magritte, El imperio de las luces(L’Empire des Lumières), pero no se trata de un cuadro individual sino de una serie:bajo ese mismo título, entre 1949 y 1964 Magritte realizó diecisiete óleos y diez versiones litográficas y en gouache (las versiones más celebradas se encuentran en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Guggenheim y el Museo Real de Bellas Artes de Bélgica).
            Se trata de un paisaje a primera vista común que representa a una o varias casas vistas de frente en un entorno boscoso y sobre ellas el cielo abierto y lleno de nubes; hay árboles, generalmente detrás, y a veces uno o varios frente a la casa que centra la composición. Un elemento común a todas las versiones es un farol encendido ante la fachada, puesto que es noche cerrada y las sombras rodean a la casa y a los árboles, que en algunas variantes se reflejan en un estanque más cercano al punto de vista. Otro elemento permanente son ciertas ventanas iluminadas desde dentro como signo de algún ocupante trasnochado.

El imperio de las luces, otra versión de 1954.

            Sin embargo, estos cuadros tan aparentemente realistas y apacibles provocan algo que sólo puede describirse como una incomodidad subliminal en la vista del espectador; hay algo ahí que nos perturba sin que logremos discernir a nivel verbal el origen de esa inquietud. Un examen más detenido nos lleva a descubrir que mientras la parte inferior del paisaje está sumida en la más oscura media noche, en el cielo fulgura el más radiante medio día. Y ello sin ruptura, puesto que los árboles más altos (a veces también alguna chimenea) dibujan sus copas densamente nocturnas en contraste directo con lo que tienen detrás, su fondo, que son las nubes brillantes y diurnas. Ese milagro visual, ese desafío, esa sutil bofetada apenas puede describirse: debe verse para sentir de lleno su extrañeza sin par. No hay en esta serie ningún elemento fantástico fuera de la paradójica convivencia de medio día y media noche.
            Con una sutileza que podría calificarse como violenta, Magritte detona la premisa fundamental: la sucesión día-noche, y la resuelve en una casi insoportable simultaneidad. La luz solar, de ordinario una fuente de claridad, aquí causa la confusión y la aprehensión que son tradicionalmente asociadas a la oscuridad. La luminosidad del cielo se vuelve inquietante porque a la oscuridad indiferenciada de la parte inferior la vuelve aún más impenetrable que si fuera vista en un contexto “normal”. La propuesta es tratada en un estilo impersonal, preciso, sin énfasis ni grandilocuencias.

[Continúa.]

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Magritte: El imperio de las luces (II)

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Magritte no es un pintor de cuadros sino de arquetipos. En general los artistas plásticos buscan el cuadro, es decir una pintura única e irrepetible, muy distinta de la anterior y de la siguiente. Magritte emprende incesantes combinaciones —de una pintura a otra y a lo largo de las décadas— de un puñado de imágenes arquetípicas a las que estudia a lo largo de su vida con una seriedad y una entrega que sólo pueden calificarse de ascéticas. Una entrega tal al misterio de la imagen resulta notable en muy pocos pintores.
            Los diecisiete óleos y la decena de litografías que conforman El imperio de las luces comparten un tema pero no son idénticos: hay variantes de una a otra, a veces mínimas, a veces mayores, pero no son “intentos”: cada óleo es definitivo, sin contradecir su pertenencia a una manifestación plural. Es como si menos que un tema fuera una obsesión, un ir probando angulaciones y conformaciones, como un alquimista que dosifica los ingredientes a cada intento de transmutación.



            Sin embargo, la palabra “intento” no es exacta ni en el caso del alquimista ni en el de Magritte, porque esa palabra convoca de inmediato al proceso heurístico conocido como trial and error (“prueba y error”, o “tentativa y traspié”), es decir una sucesión en la que se va aprendiendo de los errores, afinando la experiencia, mejorando los resultados, como en los ensayos de una obra de teatro. Para una visión basada en lo sucesivo, tanto el alquimista como el pintor “suman esfuerzos” y por tanto puede hablarse de “intentos”; no obstante, ese término deja de funcionar para una mirada simultánea, porque de algún modo el alquimista sabe que la piedra filosofal no está en una combinación acertada de ingredientes —que convertiría en desacertadas a las anteriores tentativas—, sino que se halla a la vez en todas, desde la primera hasta la última. Sin duda, Magritte busca, va en pos de algo, convoca, pero desde su primera versión de El imperio de las luces ha encontrado. Reunir de ese modo al día y la noche en una sola imagen es en sí un milagro. Acaso Magritte requiere un milagro a la segunda potencia.





[Continúa.]
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Magritte: El imperio de las luces (III)

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Visión panorámica del mural El dominio encantado (1953), de René Magritte.

En el casino Knokke (situado en la comunidad Knokke-Heist, provincia de Flandes Occidental, Bélgica), Magritte realizó un gran mural al que llamó El dominio encantado (1953), una verdadera reunión orgánica de sus principales temas y obsesiones en una panorámica de 360 grados que abarca unos setenta metros de largo por cuatro metros de altura.

            Ahí el artista incluyó, desde luego, el tema de El imperio de las luces: el paisaje urbano nocturno bajo un brillante cielo diurno.



 

Durante el tiempo que duró la remodelación en 2011 del Museo Magritte en Bruselas, el edificio fue cubierto con una inmensa lona que representaba, en un no menos monumental trompe l’œil, a la fachada siendo corrida como un telón para develar la escena arquetípica de El imperio de las luces.

Museo Magritte en Bruselas, remodelación de 2011.

Un óleo poco conocido de Magritte juega con la imagen de la casa ante el bosque: el día no se concentra en el cielo sino en el escenario teatral que forma la planta baja.


En 1948, de manera muy reveladora, Magritte pintó en El salón de Dios la situación contraria: un paisaje profusamente iluminado por el sol debajo de un cielo nocturno.

El salón de Dios, 1948.

 [Continúa.]


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Magritte: El imperio de las luces (IV)

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Acaso lo que define a una imagen arquetípica es una sencillez infinita. Reunir al día y a la noche en un solo instante reviste una sencillez tan abismal que resulta inconcebible (como en todas las metáforas capitales) que sólo aparezca en la obra de Magritte. Ello prueba que no es una “idea”, al menos como se entiende comúnmente esta palabra aplicada a las artes plásticas, es decir como “ocurrencia” en el sentido de “ingeniosidad”, “agudeza”, “golpe de ingenio”; no puede concebirse sino como un suceso, una coordenada, un encuentro.
            La reunión de la noche y el día en una sola imagen no es una idea que se le “ocurrió” a alguien, sino un encuentro que sin duda ha ocurridoa todos los artistas plásticos (les ha sucedido de una u otra manera), y Magritte fue el encargado de singularizar esa experiencia extrema, es decir, de ponerla en una sola imagen. Una imagen que es absolutamente “única” sin contradecir el hecho de que se manifiesta en numerosos óleos a lo largo de la carrera de Magritte. Una imagen irrepetible en manifestación plural.
            Tan infinita es la sencillez de esa imagen como lo es la subversión que implica. Aparentemente apacible, ante ella toda la mentalidad binaria en que se basa Occidente estalla de un modo impensable justamente por su placidez: no hay ninguna catástrofe, ningún cataclismo apocalíptico, casi ninguna historia que contar. El día y la noche se funden sin confundirse, y lo mismo sucede con todos los campos semánticos relacionados: luz-oscuridad, fuego-hielo, vigilia-sueño, conciencia-inconsciente, cordura-locura, exterior-interior, e incluso masculino-femenino.
            Magritte mezcla sus temas, sus obsesiones, sus intuiciones, de formas siempre nuevas, en combinatorias nunca del todo satisfechas consigo mismas debido precisamente a la intensidad del desafío que el artista se impone en cada revisión. En Las barricadas misteriosas, al tema de El imperio de las luces se incorpora otra hermosa metáfora visual de Magritte, la del árbol-hoja.

Las barricadas misteriosas, 1961.

En este caso hay una sola casa con todas sus ventanas iluminadas que se reflejan en el estanque frontal, y detrás un seto vegetal a manera de cerco o límite. La sorpresiva presencia de un jinete, casi perdido en la vastedad del espacio, dota de un carácter muy especial a esta combinatoria.
            En El coro de la esfinge (1964) vuelve a verse el seto vegetal sobre el que flota una hoja que en sí es el mundo vegetal.

El coro de la esfinge, 1964.


Esta versión inconclusa de 1967 resulta elocuente debido justamente a haber sido abandonada por el artista.

El imperio de las luces, 1967.


Aquí no aparecen los árboles-hoja de Las barricadas misteriosas ni el estanque frontal, y el seto o barricada vegetal no tiene la parte superior cortada en línea recta (lo cual daba en Las barricadas misteriosasuna sensación de algo artificial, como los setos podados de los jardines ingleses y franceses). A la vez, el jinete, que está apenas esbozado, provoca por ello mismo que se le perciba como a mitad de una tiniebla nocturna, o acaso —inquietantemente— afantasmado.


[Continúa.]

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Magritte: El imperio de las luces (V)

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El feliz donante, 1966.

En El feliz donante, Magritte hace otra combinatoria: el cascabel, el hombre del sombrero hongo y la casa de El imperio de las luces. De modo significativo, este paisaje que se ve en el interior del hombre es totalmente nocturno: equivale a lo que sería el estado “normal” del cielo en El imperio de las luces.
            Una poderosa variante juega El pensamiento que mira: el hombre del sombrero hongo proyecta su sombra en un fondo compuesto por paneles de madera; mientras en el interior del hombre refulge un mar bajo un cielo diurno, dentro de su sombra se aprecia la casa iluminada y encima el cielo nocturno, la luna creciente.

El pensamiento que mira.

El paisaje totalmente nocturno vuelve en La página en blanco, uno de los últimos lienzos del artista.

La página en blanco, 1967.

Los estudiosos de los mitos hablan del “plano de la verosimilitud”. Como buen ejemplo puede citarse aquella escena del Canto XIX de la Odisea, en donde Penélope permanece plácidamente dormida mientras que en el piso de abajo se produce la estentórea matanza que Odiseo hace de los pretendientes. No resulta del todo inútil aplicar los rigores lógicos del realismo al propio mito, que en numerosas ocasiones parece contemplar a la verosimilitud y se preocupa por satisfacerla. Así, la misma Penélope más adelante explica, casi como una justificación de lo que parece un “error de lógica”, que “no es posible que los hombres estén sin dormir, porque los inmortales han ordenado que los mortales de la fértil tierra empleen así cada parte del tiempo”. Sugiere, en un nivel inmediato, que su sueño era pesado debido al cansancio, y en otro nivel (para quienes esa “explicación” no satisfaga), que los dioses pueden haberla sumido en la inconsciencia de modo deliberado porque en la trama del destino no estaba previsto que despertara.
            Si se coloca a El imperio de las luces en el “plano de la verosimilitud” no hay error posible, ni la menor posibilidad de objeción: las reglas de lo verosímil están cumplidas a cabalidad en todos los niveles: el cielo diurno se cubre de la luz previsible, el paisaje nocturno está envuelto en la correspondiente tiniebla. La reunión de ambos en una sola imagen no rompe la verosimilitud de cada uno (en cuyo caso podría hablarse de mentira, de falsificación, de impostura); a la inversa: construye una verdad mayor, contra la cual no funciona ninguno de los recursos de los que se sirve la lógica para desterrar a lo imprevisible.


[Continúa.]

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Magritte: El imperio de las luces (VI)

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El hada ignorante, 1957. Segmento.

Una cierta inversión al tema de El imperio de las luces se encuentra en un segmento del mural El hada ignorante (1957), en donde el paisaje es totalmente diurno. Sin embargo, no hay una casa sino dos, una blanca, otra negra. O quizás se trata de la misma casa: la blanca responde a la luz del día, pero tiene contigua a su versión nocturna. A un lado de la casa blanca se encuentra el cascabel brillante pero también el jinete envuelto en noche (grandes iconos de Magritte); a un lado de la casa nocturna, la lámpara que difunde oscuridad a la que Magritte había aludido en el lienzo llamado asimismo El hada ignorante (1950).
            Magritte trabajó esa contraposición en un gouache llamado justamente La parábola:

La parábola.

Una de las versiones de El imperio de las luces convierte en blancura lo que en otros casos es oscuridad en las paredes de la casa nocturna.

El imperio de las luces.

Otro segmento de mural El hada ignorante agrupa también a otra serie de iconos magritteanos bajo un cielo diurno. A la derecha, sin embargo, aparece una “mancha de noche” con su luna creciente. Se trata más bien de un follaje, un bosque nocturno que flota, una nube de sombras que se desplaza con la misma soltura que las nubes emisarias del día.

El hada ignorante, 1957. Otro segmento.

Qué difícil comprender suficientemente este afán, esta ansia, esta necesidad de Magritte que lo lleva a investigar, recomponer, recombinar, reencuadrar, desechar, recomenzar siempre una intuición central sin nombre.


[Continúa.]

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Magritte: El imperio de las luces (VII)

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La gran marea.


En La gran marea, el día es una representación de la noche y la noche una enmarcación para el día. Entre las nubes, los cascabeles casi invisibles cumplen el mismo papel que las piedras nocturnas que parecen imantadas por el cuadro dentro del cuadro. (Piedras-pájaro, como sugieren las dos que se ha posado en la parte superior del marco.)
            En un óleo temprano, La casa que arde (1925), podría acaso rastrearse la primera intuición de El imperio de las luces.

Nocturno (La casa que arde), 1925.

Como en La gran marea, la contraposición se da entre una pintura y la realidad que la rodea. La casa arde a mitad de la noche más cerrada, lo que ofrece un dramático contraste con la potencia lumínica del fuego. Pero bien podría entenderse esta metáfora como el día-incendio que brota en la tiniebla. Un pájaro, del mismo color que la cortina, une a los universos: parece haber encontrado este umbral para huir de la noche a un día que la contiene. O bien, el día (la luz) como un incendio a mitad de la noche cósmica.
            Otro óleo de la primera etapa de Magritte presenta asimismo antecedentes: en Los músculos del cielo, el día y la noche podrían estarse desgarrando uno a otro en un irresoluble juego de superposiciones.

Los músculos del cielo, 1927.

En el mural El dominio encantado (Casino Knokke, 1953), además de incluir los elementos esenciales de El imperio de las luces, en otro segmento Magritte dibuja un paisaje diurno a la orilla del mar. Una enorme puerta colocada ante el cielo se abre: el cielo que se ve a través de este umbral es el mismo (véase la concordancia en la línea del horizonte), pero pertenece a la noche. La puerta (cuyo gradual cambio de color sugiere que brota de la arena y se “azulea” con el cielo) cuestiona no sólo las escalas sino las convenciones de realidad (podría tratarse de un muro decorado con nubes). Del mismo modo lo hace el candelero con la vela, cuya llama, o bien coincide con la luna creciente debido al punto de vista, o bien es la luna creciente.

El dominio encantado, Casino Knokke-Le-Zoute, 1953. Abajo: detalle.



El día es una puerta que puede abrirse, un umbral al que atraviesa el horizonte, un tótem lunar cuya luz se expresa como un artista y crea el día.


[Continúa.]

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Magritte: El imperio de las luces (VIII)

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El plano del aire, 1940.


En El plano del aire, lienzo de 1940, un solitario árbol-hoja se erige en un suelo rocoso en el ámbito de un paisaje diurno espléndidamente representado: resplandeciente delicadeza de las nubes, colinas lejanas sumidas en su propia atmósfera lechosa, el suelo árido y requemado por el sol en el que se levanta con no poco heroísmo el protagonista de este cuadro. Sin embargo, los tonos intensamente oscuros del árbol-hoja hacen sentir al espectador que este elemento no recibe la luz del mismo modo que su entorno. De hecho, esta figura solitaria de El plano del aire luce como recogida en sí misma, tal como lo harían un árbol y una hoja en un bosque a media noche. Es la misma magia poética de El imperio de las luces.
            En El paseo de los amantes, la ciudad y los árboles están iluminados por una luz diurna, tan brillante como puede verse en el cielo atrapado por dos marcos (¿óleos, espejos?) que trastocan a todas las escalas. La noche es ese oscuro de fondo.

El paseo de los amantes, 1929.

Una de las versiones menos conocidas de El imperio de las luces revela la intensidad de una búsqueda metafísica que se extendió por casi medio siglo.

El imperio de las luces.

En la parte izquierda de la imagen el negro total de la casa y de su sombra coexisten ya de manera rotunda con el blanco de ese horizonte deslumbrante y deslumbrado. En esta parte del lienzo el yin y el yang se delimitan y contraponen en toda su potencia; sin embargo, si la vista continúa el recorrido por la línea de sombra hacia arriba y luego hacia la derecha, esa linealidad de pronto se convierte en espesura: del mismo modo en que se dice que de noche todos los gatos son pardos, aquí la casa y los árboles se integran: la casa da ramaje y los árboles dan ventanas. A la vez, los mismos contornos de esta espesura negra tienen las nubes blancas. Por una vez no hay opuestos que combaten y se dan sentido al contraponerse uno al otro.
            En 1963 Magritte devolvió la noche a la noche.

El fin del mundo (La fin du monde), 1963.

En 2010 Philippe Moreno intentó, bajo la técnica de la litografía, devolver El fin del mundo a la original dualidad de El imperio de las luces:



Entre los innumerables homenajes a El imperio de las luces se encuentra esta acuarela de fecha y procedencia inciertas, en la que el cielo sugiere el amanecer; sin embargo, las siluetas de las casas y de ese árbol se revelan sumergidas en la noche más profunda de una manera literal, como muestran esa luna y las estrellas.



El gran tema de El imperio de las luces—que obsesionó a Magritte durante toda su vida— no es el combate de los opuestos sino lo que da la unidad (en el mismo sentido en que se dice que el árbol da ramas o que la nube daárboles).

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La literatura “rara” y las corrientes subterráneas (I)

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DGD: Redes 75 (clonografía), 2008.



[Presento aquí, en varias partes, el texto de la conferencia que leí en el Coloquio “Los raros. Autores y géneros excluidos en la literatura hispánica” (Colegio de San Luis, Programa de Estudios Literarios, San Luis Potosí, marzo 23 de 2017), bajo el título “Corrientes subterráneas: Antonio Porchia, Malcolm de Chazal y las flores parlantes”. En este trabajo se incluyen fragmentos de otros textos míos en torno a la literatura “rara”. (DGD)]


El tema que nos reúne no podría ser más esquivo (y quizás ese sea su mayor atractivo). Los términos que usamos para diferenciar a la literatura no convencional de la convencional, son a su vez convencionales. Si se aplican los términos y razonamientos usuales para hacer esa diferenciación entre uno y otro territorio, sólo puede concluirse de una de dos maneras: o toda la literatura es rareza o ninguna lo es. Cada quien hace sus listas de escritores no-convencionales, y muy pocas veces estas listas coinciden. Por un lado, no hay escritor que quiera ser encasillado bajo el rubro “convencional”; por otro, la rareza se considera marginal y extravagante, siempre parte de lo “otro”, de lo que uno no es.
          Esta dicotomía, este desgarramiento se nota ya en los eufemismos que se emplean para denominar a esa literatura:




          Sólo puede haber aproximaciones, nunca definiciones cerradas ni criterios unívocos. Intentaré aquí un par de aproximaciones, desde luego tentativas.


Periplo y aventura

En la Odisea, el cíclope Polifemo hace a Odiseo una pregunta que tiene una gran hondura:



Aquí queda claro que las motivaciones para andar son dos: el propósito o la errancia sin rumbo. Dicho de otra manera, la meta o la carrera.




Unos andan para llegar, otros para andar. Estas dos motivaciones opuestas podrían también llamarse arte comprometido o arte por el arte. O bien, el fin o el medio. Casi todas las veces el viaje es un medio para llegar a la meta, pero algunas veces es un fin en sí mismo. Para algunos, una aventura sólo tiene sentido si lo que la origina es una encomienda, una misión, un quest: se va hacia algún lado. Sin embargo, hay quien exclama que una aventura controlada de esa manera no merece tal nombre, y sólo lo merece si es un lanzarse a la ventura, al azar: no importa llegar sino ir. Como se ve, estas dos motivaciones opuestas también podrían ser llamadas necesidado azar. Y si buscáramos palabras representativas de cada corriente, muy bien podrían ser “periplo” y “aventura”. Sus representantes podrían ser el agente viajero (por parte del periplo) contra el pirata (por parte de la aventura). El agente viajero dedica su vida, el pirata la expone.
          Tal vez por eso se infiere que quien tiene un propósito en la vida es constructivo (productivo), mientras que el que anda al garete, a la buena de Dios, es improductivo e incluso, si persiste, destructivo.


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[Continúa.]



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