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Fragmentario (XXI)

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DGD: Redes 154 (clonografía), 2012


La caída de los dioses

La caída de los dioses no es la caída del Olimpo.

*

Deseo y repudio

—Yo quiero eso, intensamente.
            —Pues más te valdría rechazarlo, en la misma medida en que lo deseas. Está visto que el deseo parece alejar a lo deseado en la medida misma en que se desea, mientras que el repudio actúa de tal manera que lo repudiado se te pega y no te suelta.

*

El sol y el pie

Un aforismo de Heráclito sigue confundiendo a los analistas: “El sol tiene el tamaño de un pie humano”. Entre las mil y una posibles interpretaciones que se han propuesto, una, un tanto secreta, podría resultar reveladora. Es un fragmento de El garrote y la máscara (2012), de Jonuel Brigue; se trata del relato de un maestro de artes marciales que ofrece esta enseñanza a su discípulo: “Acostarse boca arriba frente al sol y medirlo con el pie izquierdo hace que todo cansancio desaparezca y nuevas energías fluyan de las clavículas y de los ilíacos”. ¿Mera coincidencia?, ¿o nueva ratificación de la figura de Heráclito como puente esencial entre Oriente y Occidente?

*

Nacer por primera vez

En inglés, para referirse a los primeros momentos de la existencia de alguien, por lo común se le dice when you were born (“cuando naciste”), pero existe una curiosa variante en ciertos casos en que se trata de enfatizar el sentido de “cuando estabas recién nacido”: when you were first born, literalmente “cuando naciste por primera vez”. Restos de la mística e incluso de la metafísica (la doctrina del segundo nacimiento como máximo desafío de cada vida individual) ocultos en el habla cotidiana.

*

La paranoia

El único modo de pensamiento que parece merecer su nombre es la paranoia. No porque tenga razón —Dalí lo intuía brillantemente— sino porque utiliza a la razón hasta los extremos, considera las variables (sobre todo las más virulentas), obsesivamente sospecha, reconsidera, recuerda, analiza, detecta, desmenuza con interminable malicia... Su único defecto es conseguir certezas y actuar de acuerdo al “convencimiento”. Si fuera menos egoísta, la paranoia podría ser una vía mística.

*

Imagen e imaginación

He logrado entrar por la puerta trasera de mi memoria e insertar imaginaciones como si fueran recuerdos verdaderos. No hay en ello ningún mérito: ambos son de la misma naturaleza.

*



Antología mínima (Textos invitados)

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DGD: Redes 108 (clonografía), 2009

¿Por qué no? Una pequeña antología temática cuyo tema fuera a la vez inasible y evidente. Reunir ciertos textos escritos por autores sin ninguna relación entre sí, y que puestos en contigüidad parecen piezas de un solo rompecabezas, o al menos facetas de una única gema: una intuición a la vez tersa y lacerante. En este caso, tal vez un buen epígrafe sería aquella frase del capítulo 28 de Rayuela: “Dice que tengo suficiente inteligencia como para empezar a destruirla ventajosamente”. [DGD]


1) Tomás Segovia: fragmento de entrevista

Lo que el romanticismo descubre en el siglo XVIII —porque el romanticismo es una revolución que sucede en el XVIII y no en el XIX— es que la razón no sólo ha depurado el lenguaje sino que también lo ha matado. Lo que los románticos dicen es: “nosotros sabemos lo que Homero dijo pero también lo que quiso decir sin darse cuenta, cómo se hace un poema épico y cuál era el contexto histórico que hizo posible su escritura, pero al saber eso hemos perdido el poder de escribir la Ilíada”.

Tomás Segovia entrevistado por Eduardo Vázquez Martín:
“Alegato de un poeta contra la lógica del cálculo egoísta
y a favor del deseo”, en Fractal n. 33, abril-julio de 2004.


2) Jonuel Brigue: De Esa llanura temblorosa

Eran notas tocadas en el piano. Pero yo no sabía oírlas. Formaban series articuladas como frases de un discurso verbal. Seguramente tenían su propia significación de discurso musical encerrado en sí mismo. Pero yo las oía como sucesos emocionales, más aun, las veía como movimiento de personas en el espacio, como encuentro y alejamiento de pareja, como danza. Además, me convertían a mí en personaje de dramas y yo combatía junto con ellas, me debatía en implacables empeños, vivía con sublime intensidad. Al cesar la música yo moría.
         Ahora sé oír. He aprendido a criticar los discursos musicales. Puedo admirar la fuerza y el color de las composiciones. Veo lo que hay de tradición y de creación original en cada una. Disfruto la pasión abstracta y vacía de los sonidos, sin saltar a otros campos de significación, sin abandonarlos. También me doy cuenta de la calidad de los ejecutantes. Hablo sabiamente de su nivel técnico y de su musicalidad. Soy un hombre culto. Sé oír música. Sin embargo, añoro mi ignorancia de entonces y quisiera escuchar sin saber, dejarme arrastrar por las incitaciones del sonido, vivir la ilusión del arte sin la intervención del frío intelecto, sin los brillos manoseados y mañosos del estudio, con luz no usada, como entonces. [...]
         Tanto Platón como Aristóteles dicen que el asombro es el principio de la filosofía y de la ciencia. Durante muchos años repetí esa afirmación y la expliqué, o mejor, la racionalicé como racionalizan las órdenes post hipnóticas. Ahora sigo siendo amigo de Platón y de Aristóteles; pero soy más amigo de mi verdad.
         El asombro —digo yo— es la más grande maravilla y yo la había estado trivializando, banalizando y degradando al convertirla en filosofía. Es el más grande tesoro y yo lo había estado despilfarrando al convertirlo en ciencia.
         Me arrepiento y me convierto.
         Cada vez que yo contaba mi asombro me lo destruían diciéndome respuestas y explicaciones como si yo hubiera preguntado. Hasta yo mismo me comportaba así porque el asombro me resultaba insostenible a mí como a los otros y se me volvía principio de filosofía y de ciencia.
         Pero ahora soy más cuerdo. Conservo mi maravilla y mi tesoro. Cuando cuento mi asombro espero que se asombren conmigo, que compartan conmigo e intensifiquen ese estado de gracia y se pongan a la sombra del asombro para que el maldito sol del intelecto discursivo no nos arruine el gozo.
         Me di cuenta, así comenzó mi nueva cordura. Me di cuenta: al pasar del asombro a la filosofía y a la ciencia, experimentaba y ocultaba una cierta decepción, una cierta tristeza. Y no me refiero al grado ni al nivel cualitativo de lo filosófico y de lo científico. La actitud filosófica y la actitud científica, por sí solas, bastaban para desvirtuar el asombro, para quitarle su virtud. Basta. No más.

Jonuel Brigue (José Manuel Briceño Guerrero):
Esa llanura temblorosa, Óscar Todmann Editores,
Caracas, 1998.


3) Julio Cortázar: “Hay que ser realmente idiota para”

Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone. Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calientita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimocuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo.
         Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforescente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso —lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad— yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y ya no es más que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforescente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con lo que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, las estaciones, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta L’année dernière à Marienbad, ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre.

Julio Cortázar: “Hay que ser realmente idiota para”,
en La vuelta al día en ochenta mundos,
Siglo XXI Editores, México/Madrid, 1967.

*


Laderas

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DGD: Redes 147 (clonografía), 2012



a Melba

El silencio está entredicho.
Es el puente por donde las palabras
cruzan de una a otra orilla,
pero es también las orillas.

El silencio está entrecallado.
Es el puente por donde quienes callan
cruzan de una orilla hacia sí mismos.
El río se refleja en el puente
pero es también el río.

Muy rara vez, entre tanta forma de callar
aparece el silencio sin orillas,
el puente entredicho,
el río entrecallado,
tan huraño a las palabras mudas
como al callar vociferante.

Pero es también el silencio.
Sólo se refleja en quien lo escucha callar,
en quien cruza el puente y al tocar la otra orilla
se descubre a mitad de otro puente.

*

[De Para reconstruir a Galatea.]

Dos poemas con versión inglesa (Cima, Confín)

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DGD: Textil 137 (clonografía), 2014


Traducción/Translation: Gonzalo Melchor



Cima

para Antonieta

La montaña se sueña
Sola en la cima
De un sueño nevado



Peak

for Antonieta

The mountain dreams itself
Alone at the peak
Of a snowed dream


* * *


Confín

Cuánto tarda
En irse
Lo perdido

Cuánto tarda
En llegar
Lo que nadie
Puede arrebatarnos



Border

How long it takes
for what is lost
to go

How long it takes
for what no one
can wrench from us
to arrive

* * *

[De Para reconstruir a Galatea.]


Cortázar y los “raros”

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DGD: Redes 214 (clonografía), 2016



[Nota a vuelapluma a propósito del dossier “Una tradición alternativa” incluido por la revista La Tempestad (vol. 17, n. 107, México, febrero de 2016) con introducción de Alejandro Toledo.]



A fin de cuentas, la extrañeza es un tema muy difícil de abordar, y cuando en el medio cultural se habla de “los raros” (según la denominación de Rubén Darío) no se alude a singularidades de estilo o a una inaudita alternancia espiritual sino sencillamente (con una sencillez que no deja de ser escalofriante) a escritores que de modo tajante se negaron a hacer lo que se llama una “carrera literaria”. Eso es lo que parece “raro” en un medio que no sólo privilegia sino únicamente reconoce a quien muestra todas las disponibilidades para cumplir los pasos de aquello a lo que alude la palabra “carrera”: competencia desleal en la que unos aventajan a otros y en donde no hay sino triunfadores y perdedores.

Un ejemplo muy a la mano es Julio Cortázar, que jamás organizó una presentación de ninguno de sus libros; que no invirtió su tiempo en la autopromoción; que nunca asistió a reuniones de escritores ni fue ponente en simposios y seminarios; que no dio sesiones de firma de libros ni escribió jamás una reseña de los libros de sus contemporáneos; que nunca fue jurado de premios literarios (con excepción del de Casa de las Américas, pero esto se debió a su deseo de aportar algo al proceso revolucionario cubano). Por supuesto que le interesaba tener lectores, pero no podría haberle sido más indiferente la venta de sus libros y de su propia personalidad literaria convertida en personaje de los medios. Si logró el portento de mantenerse en el “candelero” (como se dice) fue porque esperó a publicar hasta una edad de madurez y porque con dos o tres libros conquistó a una generación entera de lectores, pero si así no hubiera sido, no le habría causado una atroz angustia el ser relegado, borrado de las listas y la prensa debido precisamente a su renuncia a jugar el juego de los prestigios y las autoridades en el mundo cultural.

Uno de sus principales intereses fue siempre el de los “raros”, a los que llamó a veces cronopios, a veces piantados, y en los que reconocía una fuerza insólita que es deliberadamente desconocida por la aristocracia intelectual. Fue por ello que ocupó mucho de su prestigio en apoyar y difundir a quienes por su propia naturaleza (de Lezama Lima a Felisberto Hernández, de Néstor Sánchez a Ceferino Piriz) estaban fuera de la “profesionalidad” de la literatura. Y por otro lado su literatura estuvo siempre del lado de la inconformidad, de la denuncia de las estrecheces y obnubilaciones, de la literatura que forma y es formada por un “medio” y expulsa a quienes realmente buscan otras vías no por lograr fama y gloria sino por destino fatal e inevitable.

Para la ortodoxia cultural, un escritor “raro” es el que se niega a entrar en el juego de poder: esa es la anomalía (eso es lo que parece verdaderamente inconcebible) que se destaca en estos casos, sencillamente porque es la más fácil de ubicar y de vez en cuando hablar de ella no por una verdadera invitación a conocer a estos autores, sino como una manera de advertir a los escritores jóvenes de ese horrísono limbo que podría tragarlos si no juegan el juego, y que linda pavorosamente con el anonimato. (Qué oportunos son esfuerzos como el de la revista La Tempestad, que apuesta por dar un nombre más ajustado a esta rareza: tradición alternativa.)

Cortázar fue el primer sorprendido por la forma en que se salvó de ese limbo, e incluso de la forma en que llegó a ser un “escritor consagrado” cuando ya había aceptado ese limbo como su territorio natural. Cuando le llegaron la fama y la atención colectiva nunca dejó de usar ese foro para apoyar a todo aquello que por su propia transparencia queda fuera de los medios, tanto a nivel colectivo (su participación en el Tribunal Russell; su apoyo a la lucha por la dignidad de los pueblos del llamado “tercer mundo”) como individual (su incesante hablar de todo tipo de artistas llamados “marginales” o incluso “secretos”).

Extrañeza hay en todas partes, incluso en los escritores más ortodoxos. Cortázar nunca hizo esa diferenciación entre consagrados y desconocidos, pero su afecto, su solidaridad, estuvieron siempre con aquellos que renunciaron, con insobornable lucidez, a la mecánica competitiva en que se basa la modernidad.

*


Ulises parte de Ítaca

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DGD: Textil 138 (clonografía), 2014


[Un poema rescatado de esos “cuadernos de fuga” —el término genérico es de Cortázar— que todos guardamos bajo la idea de que nunca llega el momento de destruirlos, como estaba planeado desde que llegamos a la certeza de que no vale la pena conservar este tipo de cosas.]



Ulises parte de Ítaca
y la lleva consigo

Ulises parte de un todo
que apenas dejado el puerto
se revela una parte y no un todo

La partida se inicia
en la partida

Ulises parte el mundo
en partes cuando parte

La parte será un todo
sólo cuando todas las partes
regresen con Ulises

Pero ya estaban ahí
antes de la partida

Ulises juega su parte
y va dejando a Ítaca
en cada parte y cada juego

Ítaca parte de Ulises
y cuando regresa yo soy parte
de un todo que regresa


*

Cortázar y los raros, II: El camaleonismo

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DGD: Redes 211 (clonografía), 2016



El arte epistolar fue importante para Julio Cortázar, como lo muestran los miles de cartas, escritas entre 1937 y 1984, reunidas en cinco tomos por Aurora Bernárdez y publicadas en 2012. En 1968, año de cambios y convulsiones, el crítico y editor Néstor Tirri le remite desde Buenos Aires un ejemplar de La vuelta a Cortázar en nueve ensayos, reunión de textos sobre la obra cortazariana, entre ellos uno del propio Tirri. Cortázar le responde en una carta desde París, el 4 de diciembre de ese año, en la que comienza reconociendo que la mayoría de los ensayos de ese libro

se mueven en un territorio crítico más útil, pienso, al lector de mis libros que a mí mismo. Su ensayo en cambio tiene algo de carta privada, de análisis dedicado directamente al autor de esos libros que usted ha leído; por eso lo encuentro particularmente útil para mí en la medida en que no tengo las vanidades al uso y soy capaz de verme bruscamente bajo una luz diferente, expuesto sin complacencia por alguien que me ha analizado sensible e inteligentemente. Si entiendo bien, en última instancia su análisis es pesimista y negativo; reconociendo posibles valores en mi obra, usted termina viéndome como el perro que juega a morderse la cola y gira en redondo interminablemente. Pero esta visión, que comparto plenamente, no lo deprime ni a usted ni a mí; a usted no lo deprime, porque en caso contrario no se habría molestado en leerme y estudiarme con tanto detalle; a mí no me deprime porque de mi debilidad nace mi fuerza, y nunca me engañé en ese sentido. Pienso en escritores como Drieu La Rochelle, y el mismo Céline con todo su genio. ¡Qué incesante disimulo de su debilidad profunda, o qué lloriqueo de autocompasión!

La carta de Cortázar se abre entonces a una recapitulación profunda concentrada en la imagen de Horacio Oliveira, el personaje central de Rayuela, tirando tejos desde la ventana de un segundo piso hacia una rayuela pintada en un patio:

Yo sé que no existo en el fondo, que soy un juego de máscaras, el camaleón de mi pequeña alegoría keatsiana; a base de ese resbalar entre entidades más sólidas, de ese juego intersticial, de esa osmosis a lo axolotl (todo lo que usted ha visto tan bien) ha ido naciendo una obra cuya fuerza, finalmente, habrá sido la de negar toda visión, toda concepción, toda acción en bloque. Porque, Tirri, yo estoy convencido de que no hay bloques (nos entendemos metafóricamente, por supuesto); los bloques los arma la naturaleza histórico-gregaria del hombre, las necesidades sociales, la armazón que permite sobrevivir. Usted tiene razón cuando insinúa en varios pasajes que mi persecución perseguida no lleva finalmente a nada. Pero ¿no simplificamos un poco demasiado en materia de objetivos? Yo no sé lo que hubiera podido encontrar Oliveira; en cambio entiendo que hay mucha gente que lo ha encontrado a él, y que algo ha cambiado —lo digo sin vanidad, quizá temerosamente— en el panorama mental de muchos argentinos o latinoamericanos. Es lo del tejo que usted cita, el tejo que va a parar vaya a saber en qué marcador. No me reproche demasiado carecer de datos definibles de ese marcador; sepa, en cambio, que hay en mí una fuerza terrible y obsesionante que me dice que hay que seguir tirando los tejos fuera del perímetro del sapo.

La frase “el camaleón de mi pequeña alegoría keatsiana” se refiere a un texto llamado “Casilla del camaleón”, poco antes publicado por Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos (1967); ahí habla de “esa disponibilidad para latir con los cuatro corazones del pulpo cósmico que van cada uno por su lado y cada uno tiene su razón y mueve la sangre y sostiene el universo, ese camaleonismo que todo lector encontrará y amará o aborrecerá en este libro y en cualquier libro donde el poeta rehúsa al coleóptero”. Y así desglosa a este camaleonismo:

[H]ablo de una condición que nadie describió mejor que John Keats en una carta que hace muchos años llamé la carta del camaleón y que merecería ser tan famosa como la “Lettre du voyant”. Su preludio es perceptible en una frase escrita un año antes y como al pasar. Keats le está diciendo a su amigo Bayley que nunca ha esperado otra felicidad que la del puro presente, y agrega como al descuido: “Si un gorrión se posa junto a mi ventana, tomo parte en su existencia y picoteo en el suelo...” En octubre de 1818 el gorrión se vuelve camaleón en una carta a Richard Woodhouse: “En cuanto al carácter poético en sí... no tiene un yo, es todo y es nada; no tiene un carácter, goza con la luz y con la sombra, vive en lo que le gusta, sea horrible o hermoso, excelso o humilde, rico o pobre, mezquino o elevado”.

No otra cosa es ese juego de máscaras y el núcleo de la frase “no existo en el fondo”, es decir que “ese sentimiento de esponja, esa insistencia en señalar una falta de identidad como tanto después le ocurriría al Ulrich de Robert Musil, apunta a ese especial camaleonismo que nunca podrían entender los coleópteros quitinosos”. No es una renuncia al “compromiso con la circunstancia”, todo lo contrario; es un deslizarse hacia lo otro de una manera inusitada, “lo que Keats llama sencillamente tomar parte en la existencia del gorrión y que después los alemanes llamarán Einfühlung, que suena tan bonito en los tratados”. Y en última instancia:

[E]l poeta renuncia a defenderse. Renuncia a conservar una identidad en el acto de conocer porque precisamente el signo inconfundible, la marca en forma de trébol bajo la tetilla de los cuentos de hadas, se la da tempranamente el sentirse a cada paso otro, el salirse tan fácilmente de sí mismo para ingresar en las entidades que lo absorben, enajenarse en el objeto que será cantado, la materia física o moral cuya combustión lírica provocará el poema. Sediento de ser, el poeta no cesa de tenderse hacia la realidad buscando con el arpón infatigable del poema una realidad cada vez mejor ahondada, más real. Su poder es instrumento de posesión pero a la vez e inefablemente es deseo de posesión; como una red que pescara para sí misma, un anzuelo que fuera a la vez ansia de pesca. Ser poeta es ansiar, pero sobre todo obtener en la exacta medida en que se ansia.

En ese mismo texto, Cortázar se hace la pregunta capital: “En Keats, un hombre de persona inequívocamente definida en el plano moral e intelectual, ¿por qué hay una aparente contradicción entre su “humanidad” personal y el tono jamás anecdótico, jamás ‘comprometido’ de su obra? ¿A qué responde ese infatigable sustituirse por distintos objetos poéticos, ese negarse a estar como persona en el poema?”. Su respuesta es memorable: “Frente a los comisarios que reclaman compromisos tangibles, el poeta sabe que puede anegarse en la realidad sin consignas, dejarse tomar o ser él quien tome con la soberana libertad del que tiene las llaves del retorno, la seguridad de que siempre estará él mismo esperándose, sólido y bien plantado en la tierra, portaaviones que aguarda sin recelo la vuelta de sus abejas exploradoras”.

Juegos de espejos: Keats escribe a Bayley la carta del gorrión, y más tarde a Woodhouse la carta del camaleón; Cortázar recupera ambas misivas en “Casilla del camaleón”, una carta abierta al lector que nada gratuitamente es el último texto de La vuelta al día en ochenta mundos; finalmente, en otra carta (menos abierta porque no estaba planeada para la difusión masiva), escrita en momentos de vilos y estremecimientos, Cortázar aporta matices esenciales a la declaración de principios contenida en “Casilla del camaleón”.

Acaso el camaleonismo es la definición última y verdadera de los seres a los que a tientas Rubén Darío llamó “los raros”.

*


Una carta de Julio Cortázar (1959)

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DGD: Redes 128 (clonografía), 2009

Fragmento de una carta de Julio Cortázar a Jean Barnabé, escrita en París el 27 de junio de 1959, durante la etapa de escritura de Rayuela. (Incluida en J.C.: Cartas, tomo 2: 1955-1964, Alfaguara, Madrid, 2012; pp. 187-188.)


Usted cree que yo puedo quizá llegar a ser un novelista. Me falta, como me dice, un peu de soufflé pour aller jusqu’au bout [“un poco de aliento para llegar hasta el final”]. Pero aquí, Jean, intervienen otras razones, y éstas estrictamente intelectuales y estéticas. La verdad, la triste o hermosa verdad, es que cada vez me gustan menos las novelas, el arte novelesco tal como se lo practica en estos tiempos. Lo que estoy escribiendo ahora será (si lo termino alguna vez) algo así como una antinovela, la tentativa de romper los moldes en que se petrifica ese género. Yo creo que la novela “psicológica” ha llegado a su término, y que si hemos de seguir escribiendo cosas que valgan la pena, hay que arrancar en otra dirección. El surrealismo marcó en su momento algunos caminos, pero se quedó en la fase pintoresca. Es cierto que no podemos ya prescindir de la psicología, de los personajes explorados minuciosamente; pero la técnica de los Michel Butor y las Nathalie Sarraute me aburren profundamente. Se quedan en la psicología exterior, aunque crean ir muy al fondo. El fondo de un hombre es el uso que haga de su libertad. Por ahí se va a la acción y a la visión, al héroe y al místico. No quiero decir que la novela deba proponerse esta clase de personajes, porque los únicos héroes y místicos interesantes son los vivientes, no los inventados por un novelista. Lo que creo es que la realidad cotidiana en que creemos vivir es apenas el borde de una fabulosa realidad reconquistable, y que la novela, como la poesía, el amor y la acción, deben proponerse penetrar en esa realidad, Ahora bien, y esto es lo importante: para quebrar esa cáscara de costumbres y vida cotidiana, los instrumentos literarios usuales ya no sirven. Piense en el lenguaje que tuvo que usar un Rimbaud para abrirse paso en su aventura espiritual. Piense en ciertos versos de Les Chimères de Nerval. Piense en algunos capítulos de Ulysses. ¿Cómo escribir una novela cuando primero habría que des-escribirse, des-aprenderse, partir à neuf, desde cero, en una condición pre-adamita, por decirlo así? Mi problema, hoy en día, es un problema de escritura, porque las herramientas con las que he escrito mis cuentos ya no me sirven para esto que quisiera hacer antes de morirme. Y por eso —es justo que usted lo sepa desde ahora—, muchos lectores que aprecian mis cuentos habrán de llevarse una amarga desilusión si alguna vez termino y publico esto en que estoy metido. Un cuento es una estructura, pero ahora tengo que desestructurarme para ver de alcanzar, no sé cómo, otra estructura más real y verdadera; un cuento es un sistema cerrado y perfecto, la serpiente mordiéndose la cola; y yo quiero acabar con los sistemas y las relojerías para ver de bajar al laboratorio central y participar, si tengo fuerzas, en la raíz que prescinde de órdenes y sistemas. En suma, Jean, que renuncio a un mundo estético para tratar de entrar en un mundo poético. ¿Me hago ilusiones, terminaré escribiendo un libro o varios libros que serán siempre míos, es decir con mi tono, mi estilo, mis invenciones? A lo mejor sí. Pero habré jugado lealmente, y lo que salga será así porque no puedo hacer otra cosa. Si hoy siguiera escribiendo cuentos fantásticos me sentiría un perfecto estafador; modestia aparte, ya me resulta demasiado fácil, je tiens le système [“poseo el sistema”], como decía Rimbaud. Por eso “El perseguidor” es diferente, y usted habrá pensado en él al leer estas líneas tan confusas. Ahí ya andaba yo buscando la otra puerta. Pero todo es tan oscuro, y yo soy tan poco capaz de romper con tanto hábito, tanta comodidad mental y física, tanto mate a las cuatro y cine a las nueve... Para subir a la Santa María y poner proa al misterio hay que empezar por tirar la yerba a la basura. Y con este mal anacronismo cierro este capítulo que sin embargo estoy contento de haber escrito para usted, como una confidencia y un anuncio.

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Fragmentos del Diario de Mircea Eliade

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DGD: Redes 21 (clonografía), 2008


[Mircea Eliade: Diario, 1945-1969, Kairós (Ensayo), Barcelona, 2001; trad. Joaquín Garrigós.]



Creo que no soy el único para quien los repetidos fracasos, sufrimientos, melancolías y desesperanzas pueden superarse en el momento en que, gracias a un esfuerzo de lucidez y voluntad, comprendo que representan, en el sentido concreto e inmediato de la palabra, un descenso a los infiernos. En cuanto uno es “consciente” de estar vagando, extraviado en el laberinto del infierno, vuelve a sentir, multiplicado por diez, las mismas fuerzas espirituales que suponía perdidas mucho tiempo atrás. En ese momento, cualquier sufrimiento se transforma en una “prueba” iniciática. [17 de agosto de 1946]


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Antes del Renacimiento (y desde entonces sólo en las clases populares) el hombre se sentía integrado en un cosmos al que asumía y expresaba en imágenes. Las distintas modalidades de existencia se vivían, entonces, a un nivel cósmico. Para un hombre de hoy semejantes experiencias pueden parecer “alienadas” u “objetivizadas”, pero para el hombre de las sociedades tradicionales había una perfecta porosidad entre todos los niveles cósmicos. La experiencia de una noche estrellada, por ejemplo, equivalía a la experiencia personal muy íntima de un contemporáneo. Al proyectarse u homologarse por todas partes, el hombre prerrenacentista no se traicionaba a sí mismo, no se “enajenaba” en el manheideggeriano. No hay nada “impersonal” (en el sentido existencialista del término) en toda la experiencia antropocósmica del hombre de las sociedades arcaicas y tradicionales. Por eso me apasiona descifrar los símbolos y precisar las modalidades, ya que vuelvo a encontrar todas mis nostalgias y entusiasmos de hombre moderno, empequeñecido e “interiorizado”. [1 de septiembre de 1946]

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Los lamentables comienzos de B[alzac]. Su falta de cultura, de gusto y de talento, su tremenda vanidad. La influencia de sus contemporáneos, de los gustos y las modas del momento. Escribe lo que se escribe, lo que se lee... Y a pesar de todo ello, lenta, lentamente, fue encontrándose a sí mismo y se convirtió en un titán sin parangón. Convendría seguir de cerca esta conquista de sí mismo, que a mí me parece más extraordinaria que su propio talento. [5 de septiembre de 1947]

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A veces pienso en escribir un libro que sea expresión de mí mismo en toda mi integridad. Retirarme durante algunas semanas a algún sitio aislado, a una isla, a una cabaña, a la cumbre de un monte (¡lo ideal sería a la Tierra del Fuego!), sin libros ni manuscritos. Como la naturaleza no presentaría ningún interés, me pondría a rememorar mi vida para “poblar” ese desierto. Escribiría una especie de diario, pero sin ningún tipo de orden. Recuerdos, reflexiones, comentarios sobre mis propios pensamientos, sobre mis libros, etcétera. En tan completa soledad, en medio de ese paisaje deprimente, intentaría mostrarme como soy, íntegramente, con todo lo que me apasiona: la literatura, la filosofía, la historia de las religiones, el orientalismo, la mística, la aventura...” [2 de septiembre de 1947]

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Poder vivir de forma integral sin dejarse vivir por el “tiempo”, vivir sólo en el instante, no dejarse emponzoñar ni aplastar por el pasado ni por la “historia”. [10 de junio de 1948]

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Los “libros perfectos” lo han dicho todo, lo han agotado todo con su propia aparición. Las obras imperfectas, contradictorias e incluso confusas, a veces abren caminos a otros conocimientos antes insospechados. [29 de mayo de 1949]

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Conviene meditar sobre el siguiente detalle: que el hombre, hecho de la tierra, no obstante procede del sol. La tierra se desprendió del sol antes de la aparición del hombre y ese acontecimiento pasó a ser, en cierto sentido, el modelo prototípico de todas las “caídas” o “extravíos” humanos. [Agosto de 1954]

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“Desmitificación”: X se enamora de Y y cree que es la mujer más hermosa de todas las que ha conocido, que es inteligente, buena y está llena de cualidades. Pero no lo es. Y algo más: al creer que Y es hermosa, X se imagina que la cortejan todos los hombres y sufre, está celoso y no es feliz. Para comprender la situación de X, hay que tomar como bueno todo lo que él cree de Y, aunque casi nada se corresponde con la verdad. Si se “desmitifica” esa creencia, se pierde contacto con lo concreto de la situación y se trabaja con abstracciones. Un X “desmitificado” no se habría enamorado de Y ni habría sufrido de celos; en una palabra, no habría existido como existe ahora. Inténtese traducir esta situación en términos de historia de las religiones (y se entenderá por qué la “desmitificación” no lleva a ninguna parte). [28 de enero de 1964]

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¿Por qué no pueden los “estudiosos”, por ejemplo los antropólogos, historiadores de las religiones, etcétera, contemplar el objeto de su estudio con la misma pasión y paciencia con que los artistas contemplan a la naturaleza (más concretamente, los “objetos naturales” a los que quieren pintar)? ¡Cuántas cosas lograría verun estudioso en una institución, una creencia, una costumbre o una idea religiosa si las observara con la atención concentrada, con la simpatía disciplinada y la “apertura” espiritual de la que dan prueba los artistas! ¿Qué antropólogo ha contemplado a su “objeto de estudio” con el fervor, concentración e inteligencia de un Van Gogh o un Cézanne ante los campos, los trigales o los bosques? ¿Cómo se puede comprender una cosa si ni siquiera se tiene la paciencia de contemplarla con atención? [17 de septiembre de 1964]

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Los árboles sueñan

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DGD: Paisaje 46 (clonografía), 2016


Las teorías nos rodean por todas partes, brotan a chorros de las piedras y de las rendijas entre las piedras. Frecuentemente se nos llama la atención acerca de la confusión entre “teoría” e “hipótesis” y se nos advierte que la ciencia llama teoría a un conjunto de descripciones de conocimiento solamente cuando tiene una “base empírica firme” (se nos da como ejemplo de una “teoría no científica” a la del Diseño Inteligente). El mundo académico nos exige distinguir entre hipótesis y mera conjetura, diciéndonos que es más confiable la primera que la segunda; en el vasto territorio “conjetural” quedan así exiliadas las “suposiciones no verificadas”, las “creencias basadas en experimentos no repetibles”, las anécdotas, la opinión popular, la “sabiduría de los antiguos” (enfáticamente entrecomillada) y, en última y oprobiosa instancia, la “pseudociencia”.

Se nos dice asimismo que la palabra “teoría” tiene su origen en el vocablo de origen griego theorein(“observar”, “contemplar”, referida al pensamiento especulativo), y en este sentido se la relaciona con la palabra “especular”, que proviene de theoros (“representante”), formada de thea (“vista”) y horo (“ver”). De acuerdo con algunas fuentes, theorein era utilizado en el contexto de observar una escena teatral, lo que sin duda se trasluce cuando la palabra “teoría” es utilizada para aludir a algo provisional o “no completamente real”. Y en efecto, la profusión de las teorías tiene algo teatral.

Pero hay otra acepción muy curiosa, según la cual en la antigua Grecia se llamaba “teoría” a un desfile o procesión (lo cual se complica, por ejemplo, cuando se considera que Plotino tenía una teoría de la procesión, con cinco leyes de bellos nombres: de la actividad, de la productividad de lo perfecto, de la donación sin merma, de la degradación progresiva y de la génesis bifásica). Además, en La Paz de Aristófanes aparece Teoría, diosa de las fiestas, que acompaña a Opora, diosa de las cosechas. Una fiesta teatral.

Camus escribía: “Esta ciencia que debía enseñármelo todo, termina en la hipótesis; esta lucidez naufraga en la metáfora; esta incertidumbre se resuelve en obra de arte. ¿Qué necesidad tenía yo de tantos esfuerzos? Las líneas suaves de esas colinas y la mano del crepúsculo sobre este corazón agitado me enseñan mucho más” (El mito de Sísifo).

La proliferación de las teorías se debe, sin duda, a la insaciable curiosidad humana, pero también a un fenómeno del que ya Hermann Hesse daba cuenta, algo que hoy sucede más que nunca y que es bien descrito por José María Carandell en el prólogo a Rastro de un sueño de Hesse: “El vanguardismo alcanza hasta las revistas y los periódicos de masas. Con anterioridad a la guerra, Freud apenas era conocido por unos cuantos iniciados, pero después ya todo el mundo habla de ‘complejos’, de represión del erotismo, de censura anímica, de subconsciente. Y lo mismo cabe decir de las teorías relativistas de Einstein, del principio de indeterminación de Heisenberg, de la destructividad del átomo”.

Abundan las teorías no porque se celebre la difusión masiva del conocimiento sino porque cada uno quiere ser un iniciado sin pagar el precio de la iniciación (esfuerzo, responsabilidad, entrega).

En el fondo todos intuimos que a una determinada teoría no habrá de seguirla una “demostración”, sino un nuevo cúmulo de teorías que la matizan, critican y a veces niegan. Como si el universo sólo fuera susceptible a una hipótesis cuya validez depende de que jamás llegue a ser demostrada.

El escepticismo vence siempre al eclecticismo, sencillamente debido a que lo único que parece firme es la duda permanente (no necesariamente sistemática). Menos que generar un seguimiento (y menos aún un convencimiento), una buena teoría sirve ante todo para afinar las armas de la descalificación. No existe realmente un sentido positivo en la frase “teoría aceptada”, y en cambio hay que ver el magnetismo que suscita la frase “teoría controvertida”.

De aquí parecería desprenderse (sin afán de hacer otra teoría más) una primera categorización: teorías activas y pasivas. La “teoría aceptada” me deja ante todo dos respuestas: la acepto o no la acepto (hay una tercera poco usual: ver antes quién la acepta y en qué contexto), posturas más bien pasivas, mientras que “teoría controvertida” parece invitarme a intervenir en la controversia, reacción activa puesto que implica argumentar a favor o en contra.

Pero tal vez sería posible entrever una categorización inusual de las teorías, que brota de una pregunta: sea cual sea el territorio o contenido de una teoría, ¿cuestiona al statu quo o termina por afirmarlo?

La teoría de la relatividad de Einstein, la teoría de la evolución de Darwin y la teoría del psicoanálisis de Freud están dentro de estas últimas. Independientemente de la riqueza de sus propuestas individuales, el uso que se ha dado de ellas las ha fundido en el paradigma mismo de la modernidad, que curiosamente coincide con la del poder. (En el mismo sentido en que ya se sabe qué se hizo con el superhombre nietzscheano, quién lo hizo y con qué fines.) El fenómeno humano es un peregrinaje: el poder no intenta detenerlo sino decirle a dónde dirigirse.

A su tiempo, hicieron lo mismo la teoría atómica, la del Big Bang, la teoría del Caos, la Teoría General de Sistemas y, en una “suma” que tiene más de teatral que de fiesta, la Teoría de Todo. Ese “Todo” dista del Tao oriental: para aceptar la altanería de su nombre se la llama “un paquete de hipótesis rivales”, lo mismo que a la teoría de las cuerdas.

Resulta arduo encontrar teorías que cuestionen al establishment sin caer en esa sospechosa ingenuidad que tan rápida y sagazmente es atrapada, no sin sorna, en el depósito de desechos conocido como “pseudociencia”. Y sin embargo siguen apareciendo, aquí y allá, teorías que no refuerzan al sistema sino que ahondan la realidad.

Un buen ejemplo es el de un estudio reciente emprendido por investigadores del Centre for Ecological Research en Tihany, Hungría. Ellos observaron a un conjunto de árboles en Finlandia y Austria y comprobaron que reducían su tamaño hasta en diez centímetros cuando comenzaba a desaparecer la luz del día. Las ramas y las hojas caían en una especie de letargo del que se recuperaban al despuntar el nuevo día, cuando los árboles recuperaban su tamaño habitual en unas horas.

“Es como si los árboles se fueran a dormir tras un día agotador”, explica András Zlinszky, uno de los autores de la investigación. Y la revista NewScientist, que da cuenta de ese estudio como algo curioso —desde luego no se le ocurre siquiera llamarlo teoría—, se permite dar el paso siguiente (un paso que daría un científico solamente si tuviera algo de poeta, y además de modo privado, para no suscitar la sorna de sus colegas): “Ahora, falta hacer otro experimento para descubrir si, además de dormir, los árboles también sueñan”.

La literatura hermética en un remoto pasado y a mediados del siglo XX la ciencia-ficción (el único territorio en el que se salvan las teorías de ser condenadas a la “psudociencia”) ya lo había dicho desde largo tiempo atrás: todo ser consciente sueña.


Si llegara a encontrarse una “base empírica firme” para esta sospecha de los científicos húngaros, muy probablemente la ciencia se desentendería de aquellos antecedentes y proclamaría un “descubrimiento” (y en el peor de los casos, una conquista). Sólo así se reconocería como un hechoel de que los árboles sueñan, y sólo entonces sería divulgado masivamente por los medios y aceptado por el “hombre de la calle”, que ya no podría ver a los árboles de noche como antes lo hacía (automáticamente, sin verlos). Y si un extrañamiento de esta naturaleza logra colarse, otros podrían hacerlo de igual manera, e irse sumando. Desde tiempo antiguo los poetas sabían —entre muchas otras cosas— que los árboles sueñan, pero también saben que únicamente comenzará la fiesta cuando lo sepan y acepten todos, en una celebración colectiva de la realidad.


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La oscuridad de Rayuela

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DGD: Textiles-Serie negra 3 (clonografía), 2008


“Sí, pero...”, dicen algunos lectores de Rayuela, jugando con la verdadera frase inicial de la novela (la del capítulo 73), y hacen una pregunta que no deja de cimbrar: vista de manera seca y escueta, Rayuelaes la historia de un latinoamericano que viaja a París y ahí cae en el infierno; regresa a la Argentina y... cae en el infierno. ¿De dónde la luminosidad que algunos insisten en ver en la novela? Esta pregunta específica no parece haberse hecho a Cortázar, pero sin duda la respondió indirectamente, por ejemplo cuando se refiere a la sugerencia de suicidio del protagonista en el desenlace, posibilidad que el autor dejó deliberadamente abierta, a decisión del lector. Por su parte, ya considerándose un lector más de Rayuela, Cortázar opinó sin cesar que negaba la opción de que Horacio Oliveira se lanzara al vacío, aun cuando podría parecer que el salto “va” más con los postulados del propio Oliveira, que se pasa la novela lanzándose de cabeza contra todos los muros, una y otra vez, negándose a las falsas esperanzas, a las tranquilizaciones de todo tipo, a las ramplonerías optimistas al uso.

Incluso en una carta Cortázar parece alejarse de un “salvar” a Oliveira:

Vos decís al final que Horacio, “al borde de su aniquilación, cede —¿hasta cuándo? — ante ese llamado de lo humano en lo más puro y valioso que podía proponerle”. A vos te diré esto, que es absolutamente la verdad: yo no sé si Horacio cede. La remisión al infinito de los dos últimos capítulos, y el final del episodio en el manicomio (¿se tira o no se tira Horacio?) son mi manera de dejar también abierta esa cuestión. Me gusta que vos hayas creído lo que has escrito, porque también puede ser. Después de todo, Horacio es tan tuyo como mío, quiero decir que vos vivís un Horacio al leer el libro, como yo viví otro (o el mismo) al inventarlo. Y quizá, además de esos dos Horacios, hay un tercero: Horacio mismo, del que ni vos ni yo sabremos jamás el final. [Carta a Ana María Barrenechea, París, abril 19 de 1964.]

Y sin embargo... Existe también este otro enfoque sobre el problema: “no creo en las claridades apolíneas a priori, sino que la luz me parece siempre un término de la sombra, y pienso que hay que tirarse en plena noche cuando de verdad se merece lo que pocos ven, un amanecer que empieza sobre los tejados” (carta de Cortázar a Graciela de Sola, París, 5 de abril de 1966).

Porque a fin de cuentas Oliveira no va simplemente a lanzarse al vacío sino que va a hacerlo en dirección a una rayuela de tiza dibujada en el piso allá abajo, es decir que se va a convertir en el tajo, va a hacer su jugada final: “hay en mí una fuerza terrible y obsesionante que me dice que hay que seguir tirando los tejos fuera del perímetro del sapo” (Carta a Néstor Tirri, París, diciembre 4 de 1968).

Acaso la opción que queda abierta para el lector no es la de creer que Oliveira se lanza o no, sino la de que el salto de este personaje es literal (con lo que se acaba la discusión) o metafórico(con lo que la discusión comienza al colocarse en otro nivel más importante). La fascinación que Rayuela ha despertado desde su aparición en 1963 proviene acaso de la intuición de que el salto es metafórico, y equivale a un segundo nacimiento, del mismo modo en que la alquimia habla de la calcinación indispensable para la reconstitución. Un Oliveira-fénix es más útil que un Oliveira-suicida. Los lectores de Rayuela, con su propio fervor, han “votado” por un segundo nacimiento, por una luminosidad después de la más densa tiniebla.

Luminosidad, por lo tanto, que quedaría del lado de lo colectivo: Oliveira salta para integrarse en la Rayuela-humanidad. Puede volverse a aquella carta a Ana María Barrenechea de abril de 1964:

Y cómo me gusta que hayas citado la frase de la p. 507 sobre el rechazo de toda salvación “individual”. Aquí en París vivo rodeado de gente muchas veces extraordinaria, pero para la que su “cielito personal” basta y sobra. A mí también me bastó durante muchos años, y quizá fue bueno, porque hay que ser muy duro a veces para cumplirse. (Esa actitud casi insoportable de Cristo con su madre...) Pero llega el momento en que se descubre una verdad tan sencilla como maravillosa: la de que salvarse solo no es salvarse, o en todo caso no nos justifica como hombres. El Oriente encontró la fórmula opuesta; pero nosotros, esclaves de notre baptême [esclavos de nuestro bautismo], no podemos refugiarnos cómodamente en el gran escape de la liberación individual. Por eso el tema de la piedad es otra de las constantes de Rayuela, como lo es de mi propia vida actual; por eso el sentimiento de culpa, de no estar haciendo nunca lo que quizá debería hacer...

Los lectores que se extrañan de que una novela de argumento tan aparentemente oscuro pueda generar tanta luminosidad, resumen a Rayuela en estos términos: “te enseña a dudar de todo, pero también te muestra qué pasa con los que dudan a fondo: se alienan, caen en un caos interior autodestructivo”. Acaso es por eso que Cortázar deja abierta la opción; si hubiera hecho saltar a Oliveira, habría optado, en efecto, por el “castigo” al inconforme, al cuestionador, al “cazador de lo imposible”; habría afirmado que buscar el centro es destructivo y que mejor es quedarse en la periferia, dolorido pero vivo; habría terminado, pues, por colaborar con el establishment, que no se cansa de advertir lo que “pasa” a los “soñadores” (los utópicos) y a los anarquistas.

Pero también si hubiera hecho lo contrario, si hubiera claramente “salvado” a Oliveira, no habría hecho algo demasiado diferente, puesto que en este caso habría apostado por algo peor, el optimismo bobalicón de los media, el il faut tenter de vivre, el “hay que ir tirando”, el “hay que echarle ganas”, todas ellas fórmulas del desencanto y de la derrota.

Aquel pesimismo y este optimismo terminan por ser idénticos, puesto que ambos benefician al poder: el optimista termina insertándose en el aparato y el pesimista se inmoviliza y él solo se saca del juego. Era, pues, indispensable, dejar el desenlace abierto, es decir, optar por ese tercer Horacio que ya no es ni el del autor ni el del lector, sino “Horacio mismo, del que ni vos ni yo sabremos jamás el final”.

Decir “tercer Horacio” es decir “tercer camino”, algo que soluciona a la fácil dicotomía entre optimismo y pesimismo, y que queda necesariamente en la responsabilidad de cada lector. Si hay en Rayuela un “libro A” (la novela convencionalmente construida, de lectura lineal que prescinde sin remordimientos de los “capítulos prescindibles”, y que es muy oscura en efecto porque está despojada del juego) y un “libro B” (el juego mismo, el ir y venir entre capítulos —73-1-2-116-3-84...— con todos sus riesgos y vilos), hay también un “libro C”, que es el lector. Sólo éste puede decidir, primero, si hace suya la violenta e insobornable renuncia existencial de Oliveira, y luego, si la usa como percutor para encontrar un tercer camino fuera de las dicotomías.

Para ello es necesario regresar a la frase inicial de Rayuela, y sobre todo a sus dos primeras palabras: “Sí, pero...”. A los lectores que sienten la fuerza que hay en Rayuela pero usan su desenlace aparentemente negativo u oscuro para negar a esa fuerza, podría decírseles eso mismo: si Rayuela tiene tanto poderío es porque, contra todas las evidencias —todas las verdades de la ciencia y de la historia, todas las sensateces del ciudadano que prefiere alinearse al sistema—, hay desde el mismísimo origen en este novela un “Sí, de acuerdo, todo eso es muy cierto y muy coherente y verosímil y hasta indiscutible, colmado de razones elocuentes, de ejemplos atemorizantes, de horrores sin fin”, y sin embargo, a la manera shakespeareana (and yet, and yet), hay un espíritu que vive, por más vulnerable, solitario y condenado que parezca, un espíritu que, como el de la infancia, se niega a morir, a dejarse derrotar, doblegar, acallar, y que está representado en esa valerosa palabra que es en Rayuela el centro mismo: pero.

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Galería

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DGD: Redes 31 (clonografía), 2008

 
[Fragmento de novela en proceso.]

Si me asomo a los encuentros queda como una pintura misteriosamente ignorada en la galería, con una firma ilegible, mínima, socarrona, que de nada vale descifrar bajo cualquier sistema. Hay un légamo que no perdona, una criptografía fuera de tono.
            La suma de lo hablado no es sino otra cifra para sumar, ecuación sin ecuanimidad, factor sin factoría, humo sensitivo, tristeza de peces en el acuario.
            Nos miramos, sí, pero la pecera se interpone. Nos hablamos, sí, pero el agua conduce a su modo a los sonidos.
            Busquémosle la firma, sin remedio. Somos los colores en la paleta y vamos pintando poco a poco. No elegimos pinceles ni texturas. De un momento a otro llega el último trazo y de nada sirve querer que todavía. El artista impone la firma y a otra cosa. No fuimos el pintor, no somos la pintura: el dibujo está terminado y ya demanda vida propia.
            Sin nosotros no habría sucedido, pero ni el color tenemos claro, ni la mano que combinó y matizó, ni la tela que recibió la obra.
            Se terminó, ya estuvo, a otro caballete. La pintura se va a la galería a ser misteriosamente ignorada, con una firma ilegible, mínima, socarrona.


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El claro del ojo

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DGD: Textil 139 (clonografía), 2016

[Otro fragmento de novela en proceso.]

Bien intuye Saramago que los bosques no surgen en cualquier lugar de cualquier modo: crecen en torno a ciertos puntos que luego se conocerán precisamente como “claros del bosque”. Son ciertos remansos de silencio a los que los bosques rodean y protegen; van creciendo en torno a esos vacíos primigenios, a esos templos delicados, y sucede que los circundan con tanta celosa espesura que los vuelven por completo inexpugnables, a no ser que el caballero del cuento reciba la guía de espíritus protectores a través del bosque durmiente y laberíntico.
          El laberinto crece en torno a su centro, y ese centro lo es sólo porque un laberinto surge a su alrededor y lo resguarda. Dialéctica del claro del bosque: claro y bosque se dan mutuamente sentido sagrado.
          Pensar pues en los conjuntos: de árboles, de estrellas, de células, de seres humanos, de años... ¿Todos ellos nacerían para cubrir y coronar un vacío primigenio, un centro sagrado, un claro del bosque, de la constelación, del cuerpo, de la humanidad, del tiempo?
          Vieja certeza: desde el ojo irradia el mandala; en torno a la hostia se fragua la Santa Custodia; alrededor de la figura astral se arman las piezas del rosetón gótico; a partir de la bóveda del dios se levanta la pirámide; envolviendo al ónfalo se yergue el templo; en órbita sobre el punto de encaje danzan los dólmenes y los menhires.
          Ahí está la cámara de las nupcias alquímicas, mas para saber dónde hay que esperar que Delfos, el Monte Olimpo o Varanasi se construyan en torno a ellos. Y ya se sabe: el centro puede ser cualquier punto, si no es que los milenios hacen que cada punto de la constelación sea nuclear.
          El vacío central que atisba el Zen: ¿imagen del claro del mundo, del claro de la vida, del claro de la realidad? Buscar en las aglomeraciones aparentemente arbitrarias el centro que esconden y que es a la vez su origen y su meta: aquel que las hizo nacer y aquel al que dan sentido y del que lo reciben. Buscar el claro del ojo, el secretísimo vórtice de las imágenes.

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La luz sonora (1)

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DGD: Redes 151 (clonografía), 2012



El discurso del poder avanza en negativo: no letra a letra para llenar la página en blanco sino vacío tras vacío para convertir todo blanco en negrura. Es necesario, pues, moverse lo suficientemente rápido como para evadir las trampas y los resortes inmovilizantes. Pero tampoco ir tan rápido que no se esté en ninguna parte ni siquiera de paso; a la inversa: moverse como la tortuga Casiopea en la novela Momo de Michael Ende, cuyo paso es tan lento que llega antes que nadie: “Mientras más lento, más rápido”. Otro personaje de esa novela, Beppo Barrendero, matiza el método: “Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes? Sólo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que en el siguiente”. Moverse, pues, tan raudamente, que se pueda ir con absoluta lentitud (detenerse en cada cosa con todo el tiempo del mundo); moverse tan lento, que pueda avanzarse con total celeridad (inalcanzable por las velocísimas trampas que acechan a todo movimiento libre); y, finalmente, ir de paso en paso, porque todo ocurre en cada paso. Casiopea llega al portento de reconocer: “El camino está en mí”.


1

En la línea inicial de Momo, Michael Ende rememora los “viejos tiempos, cuando los hombres hablaban todavía muchas otras lenguas”. Estos hombres, “oyentes y mirones apasionados”, amaban los teatros y la representación de historias, y “cuando escuchaban los acontecimientos conmovedores o cómicos que se representaban en la escena, les parecía que la vida representada era, de modo misterioso, más real que su verdadera vida cotidiana. Y les gustaba contemplar esa otra realidad”. La facultad de contar historias, pues, era el acceso a esa otra realidad, y requería no sólo del talento del narrador-actor sino de una alta capacidad en los espectadores para escuchar.
          Esa es precisamente la característica de la niña que protagoniza la novela: “Momo [...] simplemente estaba ahí y escuchaba con toda su atención y toda simpatía. Mientras tanto miraba al otro con sus grandes ojos negros y el otro en cuestión notaba de inmediato cómo se le ocurrían pensamientos que nunca hubiera creído que estaban en él”. Única representante de una capacidad que antes poseían todos los hombres, Momo cierra el círculo abierto por Bastian, protagonista de la novela central de Ende, La historia interminable: no basta contar historias sino que es necesario saber escucharlas. Incluso la narración más banal o torpe encierra múltiples niveles de lectura si se le atiende a fondo y, sobre todo, si se la considera como un supremo entrenamiento para la atención. Esta capacidad se revela de esencial importancia en el siguiente párrafo:

[Momo] sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja o indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. O los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. O los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres. Y si alguien creía que su vida estaba totalmente perdida y que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada y que se podía sustituir con la misma facilidad que una maceta rota, iba y contaba todo eso a la pequeña Momo, y le resultaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era sólo había uno entre todos los hombres y que por eso era importante, a su manera, para el mundo.

La historia interminable describe el ominoso avance de la Nada que va invadiendo el universo llamado Fantasia; esta devastación es el reflejo de otra enfermedad padecida por el mundo humano: la amnesia, la pérdida de raíces, la negación de la realidad integral. Momo contempla a esta enfermedad como resultado de la invasión de otra Nada: los hombres grises, ladrones del tiempo humano. Un personaje de esta novela, el sabio maestro Hora, explica a Momo cuáles son los síntomas en un individuo que ha caído bajo el poder de estos invasores:

Al principio apenas se nota. Un día, ya no se tiene ganas de hacer nada. Nada interesa a uno, se aburre. Y ese desgano no desaparece, sino que aumenta lentamente. Se hace peor de día en día, de semana en semana. Uno se siente cada vez más descontento, más vacío, más insatisfecho con uno mismo y con el mundo. Después desaparece incluso este sentimiento y ya no se siente nada. Uno se vuelve totalmente indiferente y gris, todo el mundo parece extraño y ya no importa nada. Ya no hay ira ni entusiasmo, uno ya no puede alegrarse ni entristecerse, se olvida de reír y llorar. Entonces se ha hecho el frío dentro de uno y ya no se puede querer a nadie. Cuando se ha llegado a este punto, la enfermedad es incurable. Ya no hay retorno. Se corre de un lado a otro con la cara vacía, gris, y se ha vuelto uno igual que los propios hombres grises. Se es uno de ellos. Esta enfermedad se llama aburrimiento mortal.

Ante la lectura de este párrafo podría preguntarse: ¿equivale el descontento a una enfermedad? La respuesta sería afirmativa si ese descontento naciera sólo para desembocar en el frío, la grisura, la despersonalización impuesta por el aparato de poder a los individuos. Porque en Occidente la tabla de valores que determina el “estar conforme con uno mismo” equivale a llenar una imagen prefabricada del éxito. Todas las imágenes socialmente inferidas —exclama Momo— conducen al vacío.


[Continúa]

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Referencias
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
Michael Ende: Momo, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1973. [Alfaguara, Madrid, 1978. Trad.: Susana Constante.]

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La luz sonora (2)

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DGD: Redes 70 (clonografía), 2008


1a

Carl Gustav Jung anota en su libro de memorias: “He visto con mucha frecuencia que los hombres se vuelven neuróticos cuando se conforman con respuestas insatisfactorias o falsas a las cuestiones de la vida. Buscan una buena situación, matrimonio, reputación y éxitos externos o dinero, y permanecen desgraciados y neuróticos, incluso cuando han conseguido lo que buscaban. Tales hombres se sumen las más de las veces en una excesiva estrechez espiritual. Su vida no tiene contenido satisfactorio alguno, ningún sentido. [...] En tales casos estamos obligados a observar si el inconsciente no ofrece espontáneamente símbolos que suplan esta carencia. Entonces queda siempre en pie la cuestión de si un hombre, que tiene los sueños o visiones adecuadas, es capaz de comprender su sentido y aceptar las consecuencias”.
          Aquellos “viejos tiempos, cuando los hombres hablaban todavía muchas otras lenguas”, mencionados en la línea inicial de Momo de Michael Ende, aparecen, con una atención hacia lo sagrado tan profunda como la de Ende, en estas líneas de Jung provenientes del mismo libro:

Entre los pacientes de nuestros días denominados neuróticos existen no pocos que en épocas más antiguas no se habrían vuelto neuróticos, es decir, en desacuerdo consigo mismos. Si hubieran vivido en una época y en un ambiente en que el hombre estaba vinculado a través del mito con el mundo del misterio, y por éste con la naturaleza viva y no meramente contemplada desde fuera, se habrían ahorrado la desavenencia consigo mismos. Se trata de hombres que no soportan la pérdida del mito y no hallan el camino en un mundo meramente externo, es decir, en la concepción de las ciencias, de la naturaleza, ni puede satisfacerles el abstracto e intelectual juego de palabras que no tiene que ver en lo más mínimo con la sabiduría.

Es precisamente a este último (y no al neurótico), a quien se dirige Antonio Porchia en una sus más inefables sentencias, a las que llamó voces:

Yo no estoy conforme de ti. Pero si tú tampoco estás conforme de ti, yo estoy conforme de ti.

La capacidad de escuchar salva a Momo: es su principal conjuro contra la Nada; se trata, ante todo, de la básica condición para evitar la pérdida del mito. En el culminante capítulo que narra su revelación, la niña percibe una luz sonora, la música de las esferas:

Cuanto más escuchaba, más claramente podía distinguir voces singulares. Pero no eran voces humanas, sino que sonaba como si cantaran el oro, la plata y todos los demás metales. Y entonces aparecieron como en segundo término voces de índole totalmente diferente, voces de lejanías impensables y de potencia indescriptible. Se hacían cada vez más claras, de modo que Momo iba entendiendo poco a poco las palabras, palabras de una lengua que nunca había oído y que, no obstante, entendía. Eran el sol y la luna y todos los planetas y las estrellas que revelaban sus propios nombres, los verdaderos.

El secreto que aprende Momo consiste en escuchar, es decir, escucharse. Tanto esta novela como La historia interminable son la crónica de seres que buscan no estar “en desacuerdo consigo mismos”, que se vinculan “a través del mito con el mundo del misterio”, que tienen “los sueños o visiones adecuadas” y son capaces de “comprender su sentido y aceptar las consecuencias”. En otras palabras, son seres que encuentran y logran pronunciar (y escuchar) sus nombres verdaderos.


[Continúa]

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Referencias
Michael Ende: Momo, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1973. [Alfaguara, Madrid, 1978. Trad.: Susana Constante.]
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
Carl Gustav Jung: Erinnerungen, Träume, Gedanken (1961), Walter Verlag, Zürich/Düsseldorf, 2005. [Recuerdos, sueños, pensamientos, Seix Barral, Barcelona, 1964.]
Antonio Porchia: Voces reunidas, Pre-Textos, Valencia, 2006.

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La luz sonora (3)

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DGD: Redes 150 (clonografía), 2012


A

“La gramática y la etimología”, escribe el ensayista Patricio Marcos, “a pesar de ser disciplinas necesarias en el estudio de las distintas voces humanas, resultan insuficientes para establecer el origen de los nombres.” ¿Qué disciplinas deberán complementar, pues, a la gramática y la etimología? Responde el autor: “Las distancias que suelen separar el nacimiento de las palabras de sus significados corrientes muestran diversas magnitudes, en ocasiones abismales. Tales diferencias proceden de la desviación de los principios políticos en la historia de las sociedades. En el caso de la cultura moderna, las desviaciones revelan al ser del hombre sometido a la tiranía de las letras en vez de rey de ellas. Si se permite la homofonía puede afirmarse, al menos en el caso de Occidente, que una historia política de las palabras refleja no tanto el empleo que los hombres hacen de los nombres sino su contrario, los usos que los nombres hacen de los hombres”.
          Esta entrevisión se basa en una línea de Aristóteles: “El desconocimiento del don de la palabra lleva a las sociedades a hablar como ciertos actores de teatro, los cuales recitan parlamentos aprendidos de memoria sin saber lo que dicen”. Bajo esta luz, la “historia política de las palabras” (la exigencia de iniciar en el lenguaje los análisis profundos del zoon politikon) revela una condición paradójica: en tanto discurso político, el poder toma los instrumentos de cualquier otro discurso, las palabras, y en principio parece cumplir la función de éstas, transparentar el sentido; no obstante, al hablar oculta, sumerge en opacidad lo dicho, esfuma los contenidos y sólo maneja las formas huecas, los cascarones. El vocabulario del poder usa la facultad de transparentar para opacar, toma lo que es fundamentalmente luz para fundamentar la oscuridad: el “don de la palabra” se ha convertido en el uso del hombre por medio de lo verbal. La historia política del logos, asumida sin temor al propio lenguaje, devela que la gramática y la etimología son insuficientes para establecer el origen de los nombres porque ambas disciplinas no reconocen lo que tienen de política —dicho de otra manera: porque eluden el discurso del poder.
          Uno de los personajes centrales de Momo, Beppo Barrendero, describe su visión más íntima: “Eso ocurre, a veces... a mediodía..., cuando todo duerme en el calor... El mundo se vuelve transparente... Como un río, ¿entiendes?... Se puede ver el fondo”. No otra es la función primordial del lenguaje; no otra la primerísima enemiga del poder.


[Continúa.]

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Referencias
Michael Ende: Momo, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1973. [Alfaguara, Madrid, 1978. Trad.: Susana Constante.]
Patricio Marcos: Los nombres del imperio. Elevación y caída de los Estados Unidos, Nueva Imagen, México, 1991.

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La luz sonora (4)

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DGD: Redes 17 (clonografía), 2008


B

Momo y La historia interminable son susceptibles de numerosas lecturas. En cuanto a una de ellas, la metáfora del poder, Ende se ha propuesto la única actitud capaz de conjurar los equívocos, contaminaciones y trampas ampliamente extendidas: revisar la carga semántica de los términos utilizados y lograr el acceso a una dimensión del lenguaje capaz de transparentarse continuamente; porque no basta aclarar y declarar si ello no se realiza simultáneamente en todos los niveles: en cuanto se descuida un solo nivel, el discurso del poder atrapa los contenidos y opaca su transmisión. De ahí el juego de espejos: el continuo movimiento reflectante logra una transparencia dentro de otra a la velocidad suficiente como para esquivar las inmovilizaciones. ¿Tiene otra definición la magia?
          El primer paso (buscar la transparencia) conjura aquello que Aristóteles advierte: ese “hablar como ciertos actores de teatro, los cuales recitan parlamentos aprendidos de memoria sin saber lo que dicen”. La política —entendida como discurso del poder— no pregunta: afirma, impone respuestas y definiciones, confunde y deslava los significados hasta que sólo quedan signos inmóviles. Sin embargo, la lectura política de la historia y del lenguaje —entendida como discurso humano, es decir, como la exigencia de saber lo que se dice— rompe las fronteras de los subsistemas en el instante en que cuestiona (porque al hacer uso de los signos de interrogación, ante todo se está cuestionando a sí misma: urge moverse más rápido que la inmovilizante retórica del poder). Saber lo que se dice es acaso el más subversivo de los actos, el más temido por los aparatos de dominio; tal acto sólo es político en principio, puesto que lo político no es sino una plataforma de despegue cuando se le concibe como saber.
          El segundo paso (salvar la transparencia reflejándola en sí misma al infinito) es mucho más arduo. Esta actitud ya no puede conformarse con “saber lo que se dice”, y asume la exigencia de decir lo que se sabe. Lo que se sabe desde siempre, lo que siguen diciendo esas antiquísimas tradiciones (el mito, la leyenda, la historia secreta, la memoria colectiva) para que no se pierda el rumbo de la luz.

[Continúa.]

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Referencias
Michael Ende: Momo, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1973. [Alfaguara, Madrid, 1978. Trad.: Susana Constante.]
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]

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La luz sonora (5)

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DGD: Redes 137 (clonografía), 2010


2

En La historia interminable, Gmork, el hombre-lobo, explica a Atreyu lo que sucede cuando la Nada atrae y devora a los habitantes de Fantasia: “¿Sabes lo que pasará con todos los habitantes de la Ciudad de los Espectros que han saltado a la Nada? [...] Se convertirán en desvaríos de la mente humana, imágenes del miedo cuando, en realidad, no hay nada que temer, deseos de cosas que enferman a los hombres, imágenes de la desesperación donde no hay razón para desesperar...”.
          Los habitantes de Fantasia, transportados de ese modo al orbe de los hombres, se convierten en ideas, es decir, en mentiras fruto de una razón basada en el vacío: “Y nada da un poder mayor sobre los hombres que las mentiras”, continúa Gmork. “Porque esos hombres viven de ideas. Y éstas se pueden dirigir. Ese poder es el único que cuenta. Con ustedes, pequeños fantasios, se harán grandes negocios en el mundo de los hombres, se declararán guerras, se fundarán imperios mundiales... [...] En cuanto te llegue el turno de saltar a la Nada, serás también un servidor del poder, desfigurado y sin voluntad. Quién sabe para qué les servirás. Quizá, con tu ayuda, harán que los hombres compren lo que no necesitan, odien lo que no conocen, crean en lo que los hace sumisos o duden de lo que podría salvarlos.”
          Y acaso toda esta rapiña se concentre en el sentido mismo del devenir y en la propia definición de la existencia temporal. En el capítulo sexto de Momo (llamado “La cuenta está equivocada, pero cuadra”), Michael Ende introduce al tema de esta novela:

Existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo.
  Hay calendarios y relojes para medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a veces, una hora puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un instante; depende de lo que hagamos durante esa hora.
  Porque el tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón.
  Y nadie lo sabía tan bien, precisamente, como los hombres grises. Nadie como ellos sabía apreciar tan bien el valor de una hora, de un minuto, de un segundo de vida, incluso. Claro que lo apreciaban a su manera, como las sanguijuelas aprecian la sangre, y así actuaban.
  Ellos se habían hecho sus planes con el tiempo de los hombres. Eran planes trazados muy cuidadosamente y con gran previsión. Lo más importante era que nadie prestara atención a las actividades de los hombres grises. Se habían incrustado en la vida de la gran ciudad y de sus habitantes sin llamar la atención. Paso a paso, sin que nadie se diera cuenta, continuaban su invasión y tomaban posesión de los hombres.

Los invasores atacan en esos momentos en que un individuo olvida aquello que vuelve singular a su propia existencia (en este capítulo, el hombre elegido como ejemplo exclama: “¿Qué estoy haciendo de mi vida? El día en que muera será como si nunca hubiera existido”); entonces se le presenta uno de los peones de la grisura y le demuestra por medio de cifras cómo aquél ha perdido el tiempo durante toda su vida (esa cuenta “cuadra” porque sólo se ajusta a lo cuantitativo y hábilmente escatima lo cualitativo).
          En la retorcida lógica de los “seguros de vida”, el hombre gris propone a su víctima invertir en la “caja de ahorros del tiempo”, lo que significa consagrar al trabajo productivo cada segundo posible, dejando atrás los sentimentalismos y todo lapso reservado a la meditación y a la vida interior. Ser “realista” implica guardar los “instantes no directamente productivos” para disfrutar de ellos algún día (un futuro que nunca ha de llegar: por ello la cuenta está equivocada). Poco a poco los seres humanos olvidan cualquier otro valor que el del dinero y dejan de tener tiempo para sí mismos. Y mientras más tiempo ahorran, más vida pierden.
          Hombre de espíritu afín al de Ende, Carl Gustav Jung se refiere en su libro de memorias a la misma predación:

Tanto nuestra alma como nuestro cuerpo se componen de elementos que estuvieron todos ya presentes en la serie de nuestros antepasados. Lo “nuevo” en el alma individual es la recombinación variada hasta el infinito de los ancestrales componentes; cuerpo y alma tienen por ello un carácter eminentemente histórico y no hallan en lo nuevo, en lo recién nacido la adecuada morada; es decir: los rasgos ancestrales se encuentran en el propio hogar sólo en parte. Nosotros no hemos terminado todavía con el Medievo, la antigüedad y el primitivismo tal como nuestra psique exige. En lugar de ello somos lanzados a la catarata del progreso que cuanto más nos impulsa con más salvaje ímpetu hacia el futuro, tanto más nos arranca de nuestras raíces. Pero una vez derribado lo antiguo, generalmente queda también destruido y ya no es posible detenerse en lo absoluto.
  Y es precisamente esta pérdida de vinculación, este desarraigo, lo que provoca una especie de “insatisfacción de la cultura” y una prisa en la que se vive más en el futuro y sus quiméricas promesas de una era dorada, que en el presente, en el cual todo nuestro trasfondo histórico-evolutivo ni siquiera se ha alcanzado todavía. Desenfrenadamente se arroja uno a lo nuevo llevado por un creciente sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego. No se vive ya de lo que se posee, sino de promesas, no a la luz del presente día, sino en las tinieblas del futuro en el que se aguarda el auténtico amanecer.
  No se quiere reconocer que todo “mejor” se adquiere a costa de un “peor”. La esperanza de una mayor libertad es frustrada por un acrecentamiento de esclavitud al Estado para no hablar de los terribles peligros que nos ofrecen los más brillantes descubrimientos de la ciencia. Cuanto menos comprendamos lo que buscaron nuestros padres y antecesores, tanto menos nos comprenderemos a nosotros mismos, y contribuiremos con todas nuestras fuerzas a acrecentar la carencia de arraigo e instintos del individuo.

Para Jung, los signos del progreso son en realidad ideas rapiñadoras: “En la mayoría de los casos, [las mejoras tecnológicas] y casi todas las innovaciones que, por así decirlo, ahorran tiempo [...], representan modos pasajeros de endulzar la existencia [...]; aceleran enojosamente el tempo y de este modo nos dejan menos tiempo que antes. Omnis festinatio ex parte diaboli est: ‘toda prisa proviene del diablo’, solían decir los antiguos maestros. [...]
          ”El europeo está ciertamente convencido de no ser ya lo que fue en la antigüedad, pero no sabe lo que ha llegado a ser mientras tanto. El reloj le dice que desde la Edad Media se ha introducido en él subrepticiamente el tiempo y su sinónimo, el progreso, y le ha arrebatado lo que para él es irrecuperable. Con equipaje ligero prosigue su camino hacia metas confusas con un progresivo apresuramiento. La pérdida de peso y el correspondiente sentiment d’incomplétitude lo compensan con la ilusión de sus éxitos, como ferrocarriles, motonaves, aviones y cohetes que a través de su rapidez cada vez le van arrebatando poco a poco su permanencia y lo trasladan a otra realidad de velocidades y apresuramientos. [El] dios del tiempo [...] destrozará y destruirá implacablemente, con días, horas, minutos y segundos, [a esa gran] continuidad que todavía recuerda a la eternidad”.


[Continúa.]

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Referencias
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
Carl Gustav Jung: Erinnerungen, Träume, Gedanken (1961), Walter Verlag, Zürich/Düsseldorf, 2005. [Recuerdos, sueños, pensamientos, Seix Barral, Barcelona, 1964.]

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La luz sonora (6)

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DGD: Redes 109 (clonografía), 2009


C

En un cierto sentido, Momo y La historia interminablereivindican la búsqueda de raíces (y del tempo original) como un acto político: el de la demanda de vuelta a la transparencia (vuelta a los “viejos tiempos, cuando los hombres hablaban todavía muchas otras lenguas”, como escribe Michael Ende en la línea inicial de Momo). Si se busca transparentar el mundo como un río para que sea posible ver el fondo (y esto sucede a Beppo Barrendero “a mediodía, cuando todo duerme en el calor”), la búsqueda es menos política que poética, es decir mágica. ¿Qué otra definición puede darse a la magia blanca que el esfuerzo por desentrañar la magia negra emprendida por el poder en los nombres? Apenas hay exceso en emplear el término magia, puesto que la magia negra se basa en anteponer la pasión ciega al entendimiento esclarecedor: primero el aparato artificialmente provoca una oclusión de todos los flujos verbales (vitales); después, promociona y vende formas de desahogo ante la “inevitable ley de la vida”. Antes que devolver el lenguaje a sus fuentes originarias, se nos demuestra que la mudez equivale a la naturaleza humana. En La historia interminable, Bastian “siempre lo había sentido así, sin poder explicarse por qué. Nunca había querido aceptar que la vida fuera tan gris e indiferente, tan sin secretos ni maravillas como pretendían las personas que exclamaban: ‘¡la vida es así!’”.
          La búsqueda de raíces implica devolver la memoria a las palabras y a los gestos. En Los nombres del imperio, Patricio Marcos elige ejemplos elocuentes; uno de ellos es el arcaísmo “ósculo”, definido por la Real Academia como “beso de afecto” y proveniente del latín osculum, “beso, boquita”. Esta palabra, que a todas luces implica un “simple y sencillo” acto humano de expresión afectuosa, ha olvidado su historia eminentemente política: un suceso del que ya sólo se recuerda el título, “el rapto de las sabinas”. A raíz del secuestro, por parte de los romanos, de setecientas mujeres de ese pueblo, los sabinos citan a aquéllos en el campo de batalla. Las mujeres, ya para entonces convertidas en madres por sus captores, deciden impedir la matanza: sea quien sea el ganador, ellas serán las afectadas (en un caso perderán a sus familiares; en otro, a los padres de sus hijos). De improviso se presentan en ese sitio en donde ya las espadas tiemblan en el aire, se dispersan entre ambos bandos y besan en las mejillas a los contrincantes, a la vez que solicitan detener el enfrentamiento y olvidar su causa.
          La costumbre occidental del beso entre amigos es otro de los actos amnésicos, de los signos automáticos de la reafirmación del poder, de las formas huecas que se transmiten y emplean desconociendo sus orígenes y su sentido metafórico. Desde la antigüedad latina, entonces, el “beso de afecto” queda ligado al discurso del poder: transmite ese detener el enfrentamiento y olvidar su causa aunque sea por un momento (no el rato de la convivencia amistosa sino el instante del saludo); simboliza, pues, un gesto de conciliación, una súplica de tregua en una guerra perpetua. Como el beso de Judas (otro gesto célebre desligado de su historia política: “traición pública antes que refrendo de amistad”), la cotidianidad occidental y sus más íntimos gestos conllevan ya un sobreentendido ideológico: no hay guerra “y” paz (estadios alternados), sino treguas más o menos aceptadas en una guerra subterránea pero permanente. Se trata del bellum omnium omnes, la “guerra de todos contra todos” a la que Thomas Hobbes en Leviathan considera la esencia en la formación de las sociedades.


[Continúa.]

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Referencias
Michael Ende: Momo, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1973. [Alfaguara, Madrid, 1978. Trad.: Susana Constante.]
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
Thomas Hobbes: Leviatán: la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil (1651), Alianza Editorial (Filosofía y Pensamiento, El Libro Universitario 64), Madrid, 1999; trad.: Carlos Mellizo.
Patricio Marcos: Los nombres del imperio. Elevación y caída de los Estados Unidos, Nueva Imagen, México, 1991.

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La luz sonora (7)

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DGD: Redes 100 (clonografía), 2009


3

El escritor mexicano Enrique Serna examina otros matices de ese gesto que se hereda sin saber lo que dice: “El roce de mejillas que se conoce como beso de tía, practicado especialmente por las mujeres, pero también por los hombres en sus discreteos con el sexo opuesto, es la manera más popular y más amable de fingir cariño en el trato social. Ni el beso húmedo ni el apretón de manos podrían cumplir esa delicada tarea de relaciones públicas. Uno es demasiado cálido, el otro demasiado frío. Fue preciso inventar un saludo intermedio que pareciera emotivo sin comprometer al simulador de afecto. El beso de tía satisface nuestra necesidad de tratar a los demás con una mezcla de simpatía y desconfianza. No es propiamente un beso: es la figuración del beso acompañada por un chasquido labial. Damos el beso al aire, pero lo sonorizamos con un ridículo efecto de audio, como queriendo engañar a un imaginario inspector de gesticulaciones que probablemente se llame Judas”.
          La retórica del poder está impresa en su totalidad en cada uno de esos mínimos gestos sociales que implican una amplísima carga de sobreentendidos. Notable inversión: el gesto abierto de las sabinas se transforma en el gesto fingido del hombre moderno, duramente educado por las convenciones y en desacuerdo consigo mismo. “A los 18 años”, continúa Serna, “engañados por los besos de tía, creemos que la gente juega con las cartas abiertas y espera de nosotros una espontaneidad insumisa. Es la edad en que uno cuenta confidencias a desconocidos y declara su amor o su odio sin medias tintas. Lleva mucho tiempo aprender a impostar la sinceridad, a sonreír cuando se tienen ganas de morder, a establecer con los demás una relación semejante a la del actor con su público.”
          Los nombres del poder culminan en el silencio, que equivale a la irrealidad del actor frente a su público (el fingimiento, el disimulo, la mentira funcional, la representación). Los gestos “dicen”, pero no saben lo que dicen: así se transmite el discurso del poder, que no tiene nombre.


[Continúa.]

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Referencia
Enrique Serna: “Besos de tía”, en Sábado, n. 753, México, marzo 7 de 1992.


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